800 años de la celebración de la Navidad en Greccio

Con el primer pesebre por san Francisco de Asís

A comienzos de este enero de 2023, a través de una de las plataformas tecnológicas de comunicación a distancia, mi esposa Sandra y yo logramos hablar con una de nuestras sobrinas en su cumpleaños y celebrar así su día especial. En la videollamada ella nos contaba cómo, en el momento que se despertó, pensaba y se decía a sí misma con alegría: “¡Increíble! ¡Tengo once años, tengo once años!”. Aún más increíble nos lo parecía a nosotros cuando comprobamos lo veloz que transcurre el tiempo, casi sin darnos cuenta, lo que resulta en un necesario recordatorio que nos induce a atender y a degustar el don cada instante. Pero volvamos a lo que nos sugiere la manifiestación gozosa de la querida sobrina. En nuestro idioma y su riqueza expresiva –y supongo también que así ocurre en otras lenguas–, sabemos que aquella exclamación de contento está lejos de señalar con exactitud una incredulidad sobre el hecho, pues busca más bien mostrar con una admiración imprecisa, o quizás con una precisión de distinto orden al acostumbrado, una sorpresa tan feliz que inunda la conciencia y aún no logra percibir los alcances del suceso, a la vez que se desborda en posibilidades. Aquel asombro entusiasta –en expresión paradójica– es certeza del presente, celebración simultánea de vida y gratitud que se abre y experimenta esperanza. ¿No son estos los elementos esenciales que configuran una fiesta a partir de un motivo concreto? Siguiendo un poco a Antoine de Saint-Exupéry y su singular espíritu de niño, las celebraciones y sus ritos nos recuerdan y nos permiten habitar el tiempo, es decir, ellas propician, con su significado diferente en la sucesión de los días, que nuestro ser pueda sentirse “como en casa”, libre y conscientemente acogido en el presente; en el peregrinaje de la vida aquellas, con su repetición periódica, acaso son hitos distintivos de la ruta temporal y a la vez esperados albergues provisionales con grato abastecimiento.

Coincidiendo con la línea festiva, la extensa familia franciscana, desde el inicio del tercer milenio de nuestra era, ha estado atenta a celebrar de los hechos históricos más relevantes vinculados con la vida y gesta de san Francisco de Asís (1182-1226) y que alcanzan la muy alta y exacta cifra de ocho siglos. ¡Increíble! ¡Se cumplen 800 años!, podríamos también expresar con gran alegría ante la ingente cantidad de tiempo transcurrido y los números redondos que son aún más llamativos. De esta forma, el pasado 2 de octubre de 2022, la Conferencia de la Familia Franciscana –órgano que reúne los ministros generales de las distintas órdenes de este carisma– anunció la decisión de emprender el Centenario franciscano, un camino muy especial para estos tiempos con el fin de celebrar propiamente el octavo centenario de la Pascua de san Francisco –tal como la tradición ha llamado su tránsito y partida a los brazos de nuestro Padre celestial–  y los acontecimientos culminantes de cada uno de los últimos cuatro años de su vida tras las huellas de Jesucristo; el festejo y goce de la memoria serán además, con la conciencia atenta a nuestra fragilidad humana, una estimulante y favorable oportunidad para continuar actualizando la necesaria conversión. Este abarcante Centenario se ha dividido en cuatro centenarios más específicos en los que se podrá contemplar y reflexionar a partir de los temas de las efemérides: la aprobación de la Regla de los Hermanos menores y la Navidad en Greccio (1223-2023), el don de los Estigmas (1224-2024), el Cántico de la Criaturas (1225-2025) y la Pascua de Francisco de Asís (1226-2026). Así, apenas transcurida una semana de este 2023 y luego de la Epifanía del Señor, el 7 de enero, en el Santuario de Greccio en la provincia italiana de Rieti), fue jubilosa y solemnemente inaugurada esta gran fiesta franciscana con la ceremonia de apertura del primer centenario, esto es, de los 800 años de la Regla bulada escrita por san Francisco y de la invención del primer pesebre ideado por il Poverello d’Assisi para la muy especial celebración litúrgica de la Nochebuena. Y es justo sobre la primigenia y afortunada representación en Greccio del Nacimiento de Jesús que deseo compartir unas líneas.

Es posible que, tras la búsqueda de completar la información, a los cuidadosos historiadores les gustaría precisar que se han encontrado muestras arqueológicas del cristianismo primitivo en Roma –pertenecientes quizás al siglo IV– con imágenes de frescos que escenifican o aluden al Nacimiento con las figuras del Virgen María y el Niño, y aun refieran la datación documental de un primer pesebre en Nápoles hace casi exactamente mil años, así como la popularización en esta misma ciudad de los belenes como hoy los conocemos –con la elaboración de las figuras de los diferentes personajes participantes del suceso evangélico hechos a escala y en terracota– mediante la promoción y la difusión devotas atribuidas a san Cayetano de Thiene en el siglo XV. Sin embargo, no hay duda que con san Francisco de Asís y su encantadora e inédita propuesta en Greccio –gracias a su personalísima fascinación por la kénosis de Jesús, en la inmensa dádiva del amor divino con la Encarnación– que la atención más dedicada al misterio de la Navidad adquiere desde entonces las características de la hermosa tradición de “la fiesta de las fiestas”, tal como il Poverello la llamaba ante la evidencia de la concreta humanidad –inerme, humilde y pobre– de Jesucristo, del Dios-Amor, del Enmanuel: “Dios con nosotros”.

Con una admirable y luminosa síntesis, nuestro recordado Benedicto XVI meditaba en su homilía de la Nochebuena de 2011 el alcance y significado de aquella fervorosa celebración de la Navidad en Greccio que nació del corazón de Francisco, y para ello tomaba como base la primera biografía del santo escrita en 1228 por Tomasso da Celano:

“La Navidad es Epifanía: la manifestación de Dios y de su gran luz en un niño que ha nacido para nosotros. Nacido en un establo en Belén, no en los palacios de los reyes. Cuando Francisco de Asís celebró la Navidad en Greccio, en 1223, con un buey y una mula y un pesebre con paja, se hizo visible una nueva dimensión del misterio de la Navidad. (…) Francisco hacía celebrar la santa Eucaristía sobre el pesebre que estaba entre el buey y la mula (cf. 1 Celano, 85Fonti, 469). Posteriormente, sobre este pesebre se construyó un altar para que, allí dónde un tiempo los animales comían paja, los hombres pudieran ahora recibir, para la salvación del alma y del cuerpo, la carne del Cordero inmaculado, Jesucristo, como relata Celano (cf. 1 Celano, 87Fonti, 471). En la Noche santa de Greccio, Francisco cantaba personalmente en cuanto diácono con voz sonora el Evangelio de Navidad. Gracias a los espléndidos cantos navideños de los frailes, la celebración parecía toda una explosión de alegría (cf. 1 Celano, 85 y 86Fonti, 469 y 470). Precisamente el encuentro con la humildad de Dios se transformaba en alegría: su bondad crea la verdadera fiesta”.

Con frecuencia me gusta pensar en esa suerte de intuición genial de san Francisco cuando pone a disposición de todos la oportunidad de genuinamente adorar al Señor en cualquier lugar cercano a nuestra casa. Acaso las palabras que escuchó al inicio de su conversión en el sueño revelador que tuvo luego de la frustrada aventura caballeresca en Spoleto hacia el verano de 1205 y que lo incitaban a comenzar una nueva ruta hacia la santidad en su terruño de Asís, quisiera extenderlas como un eco a sus paisanos cuando en 1216 logra la aprobación de la Indulgencia de La Porciúncula, en la iglesita de Santa María de los Ángeles del bosque vecino a su ciudad, y asimismo invita a la celebración navideña con un pesebre particular preparado con toda humildad a poca distancia del hogar. Claro que las peregrinaciones, para quienes puedan emprenderlas, constituyen una deseable y especial ocasión con el fin de que, a través del desplazamieto, el recorrido y la exploración espacial hacia la meta de un escogido lugar de santa devoción, se suscite al mismo tiempo el personal movimiento espiritual para la contemplación, la reflexión y una consecuente conversión iluminada; así tenemos en la historia del cristianismo los peregrinajes y señalados caminos a Roma, Santiago de Compostela, Tierra Santa, con su etapa singular en Belén. Pero la posibilidad que nos descubre San Francisco de erigir el pesebre de Belén en nuestra casa sin salir apenas de ella a fin de celebrar el misterio de la Navidad del Señor y su amor, se convierte en un regalo maravilloso para nuestra intimidad; y en la fe, con el contemplar directo a través de nuestros ojos y los cantos jubilosos que abren la mirada interior, celebramos la fiesta del Nacimiento como si verdaderamente estuviéramos presentes en aquel glorioso día. Cuenta Tomasso da Celano que Francisco, al realizar su predicación luego de cantar el Evangelio en Greccio y evocar la especialísima noche del nacimiento del Niño Dios, cuando decía “Jesús” o “el niño de Bethleem”, “se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras”, como si verdaderamente estuviera contemplando la inefable escena. Observa Benedicto XVI con pertinencia que esta descripción y toda la preparación de la fiesta en Greccio “no tiene nada de sensiblería”, y podríamos agregar que la lúdica invención del evocador pesebre en su momento, así como ese derretirse la boca en dulce locura de amor no es sino expresión del Francisco enamorado de Cristo. El característico modo de sentir del Poverello, ese singular sabor-saber es toda una experiencia de fe que vuelve ese “como si” en auténtica vida y asimismo en revelación.


En las últimas líneas he escrito cuatro veces “como si” y ello no es casual ni gratuito. Johan Huizinga, en su libro Homo ludens (1938), nos explica con agudeza que el juego –como fundamento de la cultura–, con su fe específica, con su orden y tiempo propios, se experimenta como si fuera la vida misma. El “como si” resulta sustancial para estar en el juego y en los actos lúdicos, y, al concluirlos, la experiencia nos lleva a la puerta que se abre hacia la realidad con otros ojos, para estar en ella, contrastarla y acaso descubrirla. Creo que la preparación de nuestros pesebres hogareños, herederos del gesto del Poverello en Greccio hace ocho siglos, mantiene en el germen esa maravillosa contemplación. Como nos recuerda el Papa Francisco en la Carta apostólica Admirabile signum del 2019, “el hermoso signo del pesebre, tan estimado por el pueblo cristiano, causa siempre asombro y admiración”. Y también nos dice Su Santidad:

“¡Cuánta emoción debería acompañarnos mientras colocamos en el belén las montañas, los riachuelos, las ovejas y los pastores! De esta manera recordamos, como lo habían anunciado los profetas, que toda la creación participa en la fiesta de la venida del Mesías. Los ángeles y la estrella son la señal de que también nosotros estamos llamados a ponernos en camino para llegar a la gruta y adorar al Señor”.

Esa auténtica emoción a la que se refiere el Santo Padre tal vez se relacione con lo que J. R. R. Tolkien define como una de nuestras vocaciones como seres humanos: creados por el Padre a imagen y semejanza suya, somos asimismo subcreadores. Y conforman la tradición navideña la creación y preparación de los belenes habitados con los diversos personajes a escala, cofeccionados de forma ingenua, artesanal o sumamente lograda artísticamente. Confieso que desde niño me encantan los pesebres que llamamos de “cerrito”, con el paisaje montañoso y sus accidentes de geografía natural y sus construcciones humanas, con los acertados o torpes arreglos de las escenas, piezas y detalles elaborados con papel, cartón y musgo, entre otros materiales, que no hacen sino estimular el continuo juego de contemplación y preparación a la Navidad a través de la invención de episodios con anécdotas y aventuras en esa cotidianidad de un mundo en pequeño. En la mirada hacia arriba y hacia el horizonte, hacia lo “macro” y lo “micro”, uno es participante de la Creación y al mismo tiempo subcreador en el espacio delimitado del pesebre y su contexto. Hay un atrayente encanto infantil en lo humano que se hace miniatura y juego con la muestra de los rastros de la labor del hacedor, como en el que se percibe en el entrañable pesebre casero, o en la maqueta de un dedicado proyecto arquitectónico, o como en aquella fascinante escenografía del pueblo italiano en la película en stop-motion Pinocchio (2022) de Guillermo del Toro. Infancia y Navidad están indisolublemente fusionados y así parece percibirse en san Francisco. “El Hijo de Dios como niño, como un verdadero hijo de hombre, es lo que conmovió profundamente el corazón del Santo de Asís, transformando la fe en amor”, señala Benedicto XVI. Y en la Audiencia general del 23 de diciembre de 2009, lo explica aún con mayor elocuencia:

“Su condición de Niño nos indica además cómo podemos encontrar a Dios y gozar de su presencia. A la luz de la Navidad podemos comprender las palabras de Jesús: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). Quien no ha entendido el misterio de la Navidad, no ha entendido el elemento decisivo de la existencia cristiana. Quien no acoge a Jesús con corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos; esto es lo que san Francisco quiso recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos, hasta hoy. Oremos al Padre para que conceda a nuestro corazón la sencillez que reconoce en el Niño al Señor, precisamente como hizo san Francisco en Greccio. Así pues, también a nosotros nos podría suceder lo que Tomás de Celano, refiriéndose a la experiencia de los pastores en la Noche Santa (cf. Lc 2,20), narra a propósito de quienes estuvieron presentes en el acontecimiento de Greccio: «Todos retornaron a su casa colmados de alegría» (1 Cel 86)”.

Con el pesebre preparado por san Francisco, recordamos que la Navidad, la alegrísima “fiesta de las fiestas”, es certeza del presente, celebración simultánea de la vida y gratitud que se abre y experimenta la verdadera esperanza.