La Plaza de San Pedro, cubierta de una atmósfera solemne, fue testigo de un acontecimiento histórico: la entrada de los cardenales al Cónclave que elegiría al nuevo Papa. La imagen de las puertas cerrándose simbolizó el inicio de un proceso profundo de discernimiento y oración, donde el Espíritu Santo guiaría a los purpurados en la elección del sucesor de Pedro.

El sonido de las campanas y el eco de los pasos firmes sobre el mármol resonaron en cada rincón del Vaticano. Uno a uno, los cardenales fueron ocupando su lugar en la Capilla Sixtina, rodeados de la majestuosidad de los frescos de Miguel Ángel. En sus rostros se reflejaba la serenidad y la responsabilidad del momento, conscientes de que el futuro de la Iglesia Católica pasaba por sus manos.

La ceremonia de ingreso al Cónclave no es solo un acto protocolario, sino una expresión viva de comunión y fe. Los cardenales, provenientes de distintas partes del mundo, se unieron en una oración común, invocando la guía divina para discernir al nuevo Pastor Universal. ‘Extra Omnes’, se escuchó con fuerza: todos los ajenos al proceso debían retirarse para que comenzara el silencio, ese en el que solo la voz de Dios tiene lugar.

Lo que siguió a la clausura de las puertas fue un misterio para el mundo exterior, un tiempo de recogimiento en el que la Iglesia, en su máxima expresión de colegialidad, se abandonó a la voluntad de Dios. Mientras tanto, en la Plaza de San Pedro, miles de fieles aguardaban con esperanza el humo blanco, signo de un nuevo capítulo en la historia de la Iglesia.

La entrada en el Cónclave es, sin duda, un testimonio de fe y un recordatorio de que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, sigue siendo faro de esperanza para el mundo entero.