Cardenal Arizmendi: Muerte y vida en nuestros tiempos

Tú y yo, ¿a quiénes podemos ayudar con su cruz?

(C) Pexels
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El cardenal Felipe Arizmendi, obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas y responsable de la Doctrina de la Fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), ofrece a los lectores de Exaudi su artículo semanal titulado “Muerte y vida en nuestros tiempos”.

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MIRAR

Durante esta semana, Semana Santa, celebramos el misterio central de nuestra fe: que Jesucristo murió por nuestros pecados y resucitó para que podamos tener vida plena en El. Si algunos tienen vacaciones, ojalá no olviden el motivo histórico de las mismas: poder participar en las celebraciones de estos días. Y quienes no las tienen, por su trabajo, por enfermedad o por el peso de los años, que unan su cruz a la de Jesús, para que, en vez de desesperarse y estar reclamando todo, sus sufrimientos tengan dimensión trascendente y pesen menos, unidos a lo que vivió Jesús por nosotros.

Sin embargo, el misterio de Cristo sufriente no se queda en el pasado. El sigue sufriendo en tántas personas que padecen algún dolor, sea físico o moral, como enfermos sin recursos para comprar medicinas, ancianos abandonados por su familia, migrantes expuestos a vejaciones y a morir calcinados, presos a quienes nadie visita, jóvenes y adultos que intentan suicidarse por soledad, porque no encuentran salida a sus problemas, etc. Son incontables los casos de quienes, aunque parezca que en todo les va muy bien, sufren por errores que han cometido y de los que nadie se ha enterado, o por daños que otros les han causado y que han dejado huellas profundas en su corazón; no los olvidan y les siguen afectando como si se los siguieran haciendo cada vez que los recuerden.

Así mismo, el misterio de Cristo resucitado se actualiza en tántas personas que hacen el bien a los demás, aunque nadie se entere. Hay mucha gente buena, también fuera de nuestra religión, que ayuda a los demás, que comparte sus bienes con los necesitados, que acompaña paciente y amorosamente a enfermos, a ancianos y discapacitados, que se esfuerza por ofrecer alguna ayuda a los migrantes, que visita a los presos y les acompaña en sus procesos jurídicos, que defiende la vida de los no nacidos y apoya a sus madres, que escucha a quien necesita atención, que no deja solos a quienes luchan por un mejor país.

DISCERNIR

El Papa Francisco, en su homilía del pasado Domingo de Ramos, nos dijo:

El sufrimiento de Jesús fue grande y cada vez que escuchamos el relato de la pasión nos conmueve. Sufrió en el cuerpo: de las bofetadas a los golpes, de la flagelación a la corona de espinas, hasta llegar al suplicio de la cruz. Sufrió en el alma: la traición de Judas, las negaciones de Pedro, las condenas religiosas y civiles, las burlas de los guardias, los insultos bajo la cruz, el rechazo de muchos, el fracaso de todo, el abandono de los discípulos. Sin embargo, en todo este dolor, a Jesús le quedaba una certeza: la cercanía del Padre. Había dicho: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,30), «yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (cf. Jn 14,10). Pero ahora sucede lo impensable; antes de morir grita: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».  


Este es el sufrimiento más lacerante, el del espíritu; en la hora más trágica, Jesús experimenta el abandono de Dios. El acontecimiento es real y el abajamiento es extremo. El Señor llega a sufrir por amor a nosotros, lo que nos es difícil incluso de comprender. Ve el cielo cerrado, experimenta la amarga frontera del vivir, el naufragio de la existencia, el derrumbamiento de toda certeza. Grita el “por qué” de los “por qué”.  

¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? El verbo “abandonar” en la Biblia es fuerte; aparece en momentos de extremo dolor: en amores fracasados, negados y traicionados; en hijos rechazados y abortados; en situaciones de repudio, viudez y orfandad; en matrimonios agotados, en exclusiones que privan de vínculos sociales, en la opresión de la injusticia y la soledad de la enfermedad. En fin, en las más dramáticas heridas de las relaciones. Cristo llevó todo ello a la cruz, tomando sobre sí el pecado del mundo. Y en el momento culminante, el Hijo unigénito y amado experimentó la situación que le era más ajena: la lejanía de Dios. 

Pero, podemos preguntarnos, ¿por qué llegó a ese punto? La respuesta es una sola: por nosotros. Se hizo solidario con nosotros hasta el extremo, para estar con nosotros hasta las últimas consecuencias. Para que ninguno de nosotros pudiera considerarse solo e insalvable. Experimentó el abandono para no dejarnos rehenes de la desolación y estar a nuestro lado para siempre. Hermano, hermana, lo hizo por ti, por mí, para que cuando tú, yo, o cualquiera se vea entre la espada y la pared, perdido en un callejón sin salida, sumido en el abismo del abandono, absorbido por el torbellino del «por qué», pueda tener esperanza. No es el final, porque Jesús ha estado allí y está ahora contigo.

Él, el Padre y el Espíritu sufrieron el alejamiento del abandono para acoger en su amor todos nuestros distanciamientos. Para que cada uno de nosotros pueda decir: en mis caídas, en mi desolación, cuando me siento traicionado, descartado y abandonado, Tú estás ahí, Jesús. En mis fracasos, Tú estás conmigo. Cuando me siento errado y perdido, cuando ya no puedo más, Tú estás ahí, Tú estás conmigo. En mis «por qué» sin respuesta, Tú estás conmigo. 

Así es como el Señor nos salva, desde el interior de nuestros «por qué». Desde ahí despliega la esperanza. En la cruz, de hecho, aunque se sienta abandonado completamente, no cede a la desesperación, sino que reza y se encomienda. Grita su “por qué” con las palabras de un salmo (22,2) y se entrega en las manos del Padre, aun sintiéndolo lejano (cf. Lc 23,46). En el abandono se entrega. No sólo eso, sino que en el abandono sigue amando a los suyos que lo habían dejado solo y perdona a los que lo crucifican. Así es como el abismo de nuestra maldad se hunde en un amor más grande, de modo que toda nuestra separación se transforma en comunión; toda distancia en cercanía; toda oscuridad en luz. El culmen de nuestra miseria es abrazado por la misericordia. He aquí quién es Dios y cuánto nos ama. ¡Cuánto nos quiere! ¡Cuánto le hemos costado!  

Hermanos y hermanas, un amor así, todo para nosotros, hasta el extremo, puede transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne, capaces de piedad, de ternura, de compasión.  Cristo abandonado nos mueve a buscarlo y amarlo en los abandonados. Porque en ellos no sólo hay personas necesitadas, sino que está Él, Jesús abandonado, Aquel que nos salvó descendiendo hasta lo más profundo de nuestra condición humana. Por eso quiere que cuidemos de los hermanos y de las hermanas que más se asemejan a Él, en el momento extremo del dolor y la soledad. Hoy hay tantos «cristos abandonados». Hay pueblos enteros explotados y abandonados a su suerte; hay pobres que viven en los cruces de nuestras calles, con quienes no nos atrevemos a cruzar la mirada; emigrantes que ya no son rostros sino números; presos rechazados, personas catalogadas como problemas. Pero también hay tantos cristos abandonados invisibles, escondidos, que son descartados con guante blanco: niños no nacidos, ancianos que han sido dejados solos, enfermos no visitados, discapacitados ignorados, jóvenes que sienten un gran vacío interior sin que nadie escuche realmente su grito de dolor. 

Jesús abandonado nos pide que tengamos ojos y corazón para los abandonados. Para nosotros, discípulos del Abandonado, nadie puede ser marginado; nadie puede ser abandonado a su suerte. Porque, recordémoslo, las personas rechazadas y excluidas son iconos vivos de Cristo. Nos recuerdan la locura de su amor, su abandono que nos salva de toda soledad y desolación. Pidamos hoy la gracia de saber amar a Jesús abandonado y saber amar a Jesús en cada persona abandonada. Pidamos la gracia de saber ver y reconocer al Señor que sigue gritando en ellos. No dejemos que su voz se pierda en el silencio ensordecedor de la indiferencia. Dios no nos ha dejado solos; cuidemos de aquellos que han sido dejados solos. Entonces, sólo entonces, haremos nuestros los deseos y los sentimientos de Aquel que por nosotros «se anonadó a sí mismo» (Flp 2,7)(2-IV-2023).

ACTUAR

Tú y yo, ¿a quiénes podemos ayudar con su cruz? Ojalá seamos sus cirineos, y no seamos quienes se la hacen más pesada.