El escritor religioso de corazón combatiente
Kierkegaard: El filósofo del corazón que desafió la conformidad para vivir una fe auténtica

Una vez más frente a Kierkegaard (1813-1855). Esta vez a propósito del libro El filósofo del corazón: la inquieta vida de Kierkegaard (Taurus, 2021, Kindle edition) de Claire Carlisle. Una biografía del filósofo danés al hilo de sus diarios, testimonios de quienes le conocieron y sus diversos escritos que nos dan una idea más cercana del contenido y sentido de su pensamiento. Carlisle nos muestra un Kierkegaard de carne y hueso en sus luces y desasosiegos. Consideró que debía volver cristiana a la cristiandad de su época en la que observaba mucha fachada, comodidad y escasa vivencia de fe. Su espíritu se modeló a base de golpe y verso: la sabiduría y severidad de su padre, de un lado y, de otro, la juventud y benevolencia de su querida Regine.
Regine está presente en el principio y fin de su obra escrita en los diez años finales de su corta vida. Le pidió que se casara con él en 1940, un año después rompía su compromiso. Admite que le hizo daño a Regine porque él no se conocía, admite Kierkegaard. No comprendió, en ese tramo de su vida, que ya estaba comprometido con el cristianismo siendo “incapaz de ver que su propia naturaleza le impedía convertirse en marido, en padre, en un burgués convencional, y saber cual sería su lugar en el mundo (p. 246)”. Ella -anota nuestro filósofo- era toda alegría, él, en cambio, estaba aherrojado por su melancolía; con tendencia a sumergirse en el “auténtico sufrimiento cristiano”. “Ella habría perdido pronto su buen humor. Y yo, bueno, nunca habría llegado a ser yo mismo (p. 247)”.
Llegar a ser uno mismo es una de las categorías claves en el pensamiento de Kierkegaard. Nada de hombre-masa, lo que importa es el individuo en particular. Estar en el mundo, sí, pero sin ser mundano. El caballero de la fe vive su relación con Dios en su interior, invisible a la muchedumbre. Vive en el mundo, no se atrinchera en un rincón, actúa como levadura entre sus iguales, sin amoldarse a los valores burgueses convencionales (cfr. p, 79). La desesperación, enfermedad mortal que campea en la sociedad, acecha a toda persona. “Cierta gente -anota Kierkegaard- no puede afrontar su tarea existencial y sucumbe a la melancolía, no quieren llegar a ser ellos; mientras que otros desesperan afirmándose a sí mismos con rebeldía, negándose a reconocer su necesidad de Dios (p. 281)”.
Llegar a ser él mismo es para Kierkegaard un verdadero Via Crucis: renuncia desgarradora al amor de Regine, objeto de burlas por el periódico El Corsario, incomprensión por parte de sus pares, notoria fragilidad de su salud física y anímica. Muy a su pesar, acepta el encargo que Dios le da: “llamar la atención sobre el precio de convertirse en cristiano empezando por Dinamarca, donde todo (la Iglesia estatal, los cargos oficiales, los salarios) se ha ido a pique (p. 286)”. Esta misión lo convierte en el escritor religioso que, pluma en mano, pone en jaque los valores e ideas de la religión luterana de su tiempo, demasiado complaciente a su entender.
Pienso, ahora, en Santa Teresa de Calcuta quien decía que hemos de amar a Cristo, al prójimo desamparado, hasta que duela. Kierkegaard comprendió esta radicalidad del amor. “El cristianismo -dice- no es una doctrina, sino un mensaje de la existencia. (De la ignorancia de esto brotan todos los incordios de la ortodoxia, sus disputas, mientras la existencia se queda exactamente igual que estaba). El cristianismo es un mensaje de la existencia y solo puede manifestarse mediante ella (p. 182)”. Vida, existencia, no sólo mensaje. “Ningún sistema filosófico, ningún acercamiento meramente intelectual, ayuda a un ser humano a vivir en el mundo, a tomar decisiones, a convertirse en sí mismo (p. 189)”. De ahí sus críticas duras contra el stablisment religioso de su época. Mynster le parecía un hombre sin carácter, un orador, un retórico. Martensen no queda mejor. “Jugó a ser cristiano de la misma manera que los niños juegan a ser soldados, completamente a salvo de cualquier peligro (p. 316)”.
Kierkegaard, en cambio, puso toda la carne en el asador, consumiendo su vida en el combate de la autenticidad. Dedicó su vida a la empresa quijotesca de despertar la conciencia de lo que significa ser humano y cristiano. Hacia el final de su vida, enfermo, pobre, deja como beneficiaria a Regine del poco patrimonio que le quedaba. Al filo de la muerte le dice a su amigo Emil: “ruega por mí para que termine pronto… Lo más importante es estar lo más cerca de Dios (p. 329)”. Así vivió Kierkegaard, el filósofo del corazón, caballero de la fe, Sócrates de la cristiandad, defensor del individuo en particular, amante sufrido, testigo de la autenticidad hasta que duela.
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