El Papa: La salvación nos viene al dejarnos amar por Jesús crucificado

Homilía del Papa en Asti

Homilía del Papa en Asti © Vatican Media

Ayer 19 de noviembre por la mañana, el Santo Padre Francisco salió del helipuerto del Vaticano para viajar a Asti, en visita privada, para reunirse con los miembros de su familia con motivo del 90º cumpleaños de su prima.

Tras un almuerzo familiar en Portocomaro, a las 15:30, el Papa Francisco visitó un hogar de descanso y hospitalidad para ancianos no muy lejos. A continuación, viajó a Tigliole, aldea de San Carlo, para visitar a otra prima.

A las 11:00 de esta mañana, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo, el Papa presidió la misa en la catedral de Asti, para encontrarse con la comunidad diocesana de la que los padres habían salido para emigrar a Argentina y los jóvenes de toda la región con motivo de la XXXVII Jornada Mundial de la Juventud que se celebra hoy en las Iglesias particulares.

Al final de la celebración eucarística, el Santo Padre dirigió el rezo del Ángelus con los fieles y peregrinos.

Tras el rezo del Ángelus y la bendición final, el Santo Padre se dirigió al Episcopado para comer. Por la tarde se trasladó en coche al Estadio Municipal Censin Bosia de Asti, desde donde -a eso de las 16:00 horas,- sale para volver al Vaticano.

Publicamos a continuación la homilía que el Papa pronunció tras la proclamación del Evangelio y
las palabras del Santo Padre en el rezo del Ángelus.

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Homilía del Papa

De estas tierras partió mi padre para emigrar a Argentina. Y en estas tierras, valiosas por sus
buenos productos agrícolas y sobre todo por la auténtica laboriosidad de la gente, he venido a
reencontrar el sabor de las raíces. Hoy el Evangelio nos lleva nuevamente a las raíces de la fe. Estas
se encuentran en el árido terreno del Calvario, donde la semilla de Jesús, al morir, hizo germinar la
esperanza, pues plantado en el corazón de la tierra nos abrió el camino al cielo. Con su muerte nos
dio la vida eterna. Por medio del árbol de la cruz nos trajo los frutos de la salvación. Por eso mirémoslo
a Él, al Crucificado.

Sobre la cruz aparece una sola frase: «Este es el rey de los judíos» (Lc 23,38). He aquí el
título: rey. Pero observando a Jesús, la idea que tenemos de un rey da un vuelco. Intentemos imaginar
visualmente un rey. Nos vendrá a la mente un hombre fuerte sentado en un trono con espléndidas
insignias, un cetro en las manos y anillos brillantes en los dedos, mientras dirige a sus súbditos
discursos solemnes. Esta es, más o menos, la imagen que tenemos en la mente. Mirando a Jesús,
vemos que Él es todo lo contrario. No está sentado en un cómodo trono, sino más bien colgado en un
patíbulo. El Dios que «derribó a los poderosos de su trono» (Lc 1,52) se comporta como siervo
crucificado por los poderosos. Está adornado sólo con clavos y espinas, despojado de todo mas rico
en amor; desde el trono de la cruz ya no instruye a la multitud con palabras, ni levanta la mano para
enseñar. Hace mucho más: en vez de apuntar el dedo contra alguien, extiende los brazos para todos.
Así se manifiesta nuestro rey, con los brazos abiertos, a brasa aduerte.

Sólo entrando en su abrazo entendemos que Dios se aventuró hasta ahí, hasta la paradoja de
la cruz, justamente para abrazar todo lo que es nuestro, aun aquello que estaba más lejos de Él: nuestra
muerte, nuestro dolor, nuestra pobreza, nuestras fragilidades. Se hizo siervo para que cada uno de
nosotros se sienta hijo. Se dejó insultar y que se burlaran de él, para que en cualquier humillación
ninguno de nosotros esté ya solo. Dejó que lo desnudaran, para que nadie se sienta despojado de la
propia dignidad. Subió a la cruz, para que en todo crucificado de la historia esté la presencia de Dios.
Este es nuestro rey, rey del universo, porque Él cruzó los más recónditos confines de lo humano; entró
en la oscura inmensidad del odio y del abandono para iluminar cada vida y abrazar cada realidad.
Hermanos, hermanas, este es el rey que festejamos. Y las preguntas que deberíamos hacernos son:
¿Este rey del universo es el rey de mi existencia? ¿Cómo puedo celebrarlo como Señor de todas las
cosas si no se convierte también en el Señor de mi vida?


Por tanto, fijemos de nuevo la mirada en Jesús Crucificado. Date cuenta, Él no mira tu vida
sólo un momento y ya, no te dedica una mirada fugaz como frecuentemente hacemos nosotros con
Él, sino que permanece ahí, a brasa aduerte, para decirte en silencio que nada de lo tuyo le es ajeno,
que quiere abrazarte, volverte a levantar y salvarte, así como eres, con tu historia, con tus miserias,
con tus pecados. Te da la posibilidad de reinar en la vida, si te rindes ante la mansedumbre de su
amor, que se propone pero no se impone; a su amor que siempre te perdona, que siempre te vuelve a
poner en pie, que siempre te restituye tu dignidad real. Sí, la salvación nos viene al dejarnos amar por
Él, porque sólo así somos liberados de la esclavitud de nuestro yo, del miedo de estar solos, de pensar
que no lo lograremos. Hermanos, hermanas, pongámonos constantemente ante el Crucificado, y
dejémonos amar, pues esos brasa aduerte nos abren también a nosotros el paraíso, como al “buen
ladrón”. Sintamos como dirigida a nosotros la frase que Jesús hoy, en el Evangelio, pronuncia desde
la cruz: «Estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Esto es lo que quiere decirnos Dios cada vez que
nos dejamos mirar por Él. Y entonces entendemos que no tenemos un dios desconocido que está allá
arriba en el cielo, poderoso y distante, sino un Dios cercano, tierno y compasivo, cuyos brazos abiertos
consuelan y acarician. ¡Ese es nuestro rey!

Hermanos, hermanas, después de haberlo mirado, ¿qué podemos hacer? Hoy el Evangelio nos
pone ante dos caminos. Frente a Jesús hay quien se queda de espectador y quien se involucra. Los
espectadores son muchos, la mayoría. De hecho –dice el texto– «el pueblo permanecía allí y miraba»
(v. 35). No era gente mala, muchos eran creyentes, pero al ver al Crucificado se quedan como
espectadores. No dan un paso adelante hacia Jesús, sino que lo ven desde lejos, curiosos e indiferentes,
sin interesarse verdaderamente, sin preguntarse qué podrían hacer. Habrán comentado, habrán
expresado juicios y opiniones, alguno se habrá lamentado, pero todos se quedaron mirando sin hacer nada, con los brazos cruzados. Pero también cerca de la cruz hay espectadores: los jefes del pueblo,
que quieren asistir al espectáculo cruento del final ignominioso de Cristo; los soldados, que esperan
que la ejecución termine pronto; uno de los malhechores, que descarga sobre Jesús su rabia. Se burlan,
insultan, se desahogan.

Todos estos espectadores tienen en común una frase recurrente: “Si eres rey, ¡sálvate a ti
mismo!” (cf. vv. 35.37.39). Sálvate a ti mismo, exactamente lo contrario de lo que está haciendo Jesús,
que no piensa en sí mismo, sino en salvarlos a ellos. Pero ese sálvate a ti mismo es contagioso, de los
jefes a los soldados y a la gente, la ola del mal alcanza a casi todos. Y es una marejada que se transmite
por indiferencia, porque aquella gente habla de Jesús pero no sintoniza ni un solo momento con Él.
Es el contagio letal de la indiferencia. La ola del mal se propaga siempre así: comienza tomando
distancia, mirando sin hacer nada, sin dar importancia, y luego se piensa sólo en los propios intereses
y se acostumbra a mirar hacia otro lado. Es un riesgo también para nuestra fe, que se marchita si se
queda en una teoría y no se hace práctica, si no hay compromiso, si no se da en primera persona, si
no se arriesga. Entonces nos convertimos en cristianos superficiales, que dicen creer en Dios y querer
la paz, pero que no rezan ni se preocupan por el prójimo.

Pero también está la ola benéfica del bien. Entre los muchos espectadores, uno se involucra,
el “buen ladrón”. Los otros se ríen del Señor. Él le habla y lo llama por su nombre, “Jesús”. Muchos
descargan sobre Él su rabia; él confiesa a Cristo sus faltas. Muchos dicen «sálvate a ti mismo»; él
ruega: «Jesús, acuérdate de mí» (v. 42). Es así que un malhechor se convierte en el primer santo. Se
acerca a Jesús por un instante y el Señor lo tiene consigo para siempre. El Evangelio habla del buen
ladrón por nosotros, para invitarnos a vencer el mal dejando de ser espectadores. ¿Por dónde
comenzar? Por la confianza, por llamar a Dios por su nombre, tal como lo hizo el buen ladrón, que al
final de la vida vuelve a encontrar la confianza valiente que caracteriza a los niños, que se fían, piden,
insisten. Y con esa confianza admite sus fallas, llora, pero no compadeciéndose de sí mismo, sino
poniéndose delante del Señor. Y nosotros, ¿tenemos esta confianza, le llevamos a Jesús todo lo que
tenemos en nuestro interior, o nos disfrazamos frente a Dios, quizás con un poco de sacralidad y de
incienso? Aquel que pone en práctica la confianza aprende la intercesión, aprende a presentar ante
Dios lo que ve, los sufrimientos del mundo, las personas que encuentra. Aprende a decirle, como el
buen ladrón, “¡acuérdate, Señor!”. No estamos en el mundo únicamente para salvarnos a nosotros
mismos, sino para llevar a los hermanos y hermanas al abrazo del Rey. Interceder, recordarle al Señor,
abre las puertas del paraíso. Pero nosotros, cuando rezamos, ¿intercedemos?

Hermanos, hermanas, hoy nuestro rey nos mira desde la cruz a brasa aduerte. Depende de
nosotros decidir si ser espectadores o involucrarnos. Vemos las crisis de hoy, la disminución de la
fe, la falta de participación. ¿Qué hacemos? ¿Nos limitamos a elaborar teorías, a criticar, o nos
ponemos manos a la obra, tomamos las riendas de nuestra vida, pasamos del “si” de las excusas a los
“sí” de la oración y del servicio? Todos creemos saber qué es lo que no está bien en la sociedad, en
el mundo, incluso en la Iglesia, pero luego, ¿hacemos algo? ¿Nos ensuciamos las manos como nuestro
Dios clavado al madero o estamos con las manos en los bolsillos mirando? Hoy, mientras Jesús, que
está despojado en la cruz, levanta el velo sobre Dios y destruye toda imagen falsa de su realeza,
mirémoslo a Él, para encontrar el valor de mirarnos a nosotros mismos; de recorrer las vías de la
confianza y de la intercesión; de hacernos siervos para reinar con Él.

***

Ángelus

Al final de esta celebración deseo expresar mi agradecimiento a la diócesis, a la provincia y a la ciudad de Asti: ¡gracias por la acogida entusiasta que me habéis ofrecido! También estoy muy agradecido a las autoridades civiles y religiosas por los preparativos que han hecho posible esta deseada visita. Os quiero decir a todos que a la fame propri piasi’ encuntreve! [en dialecto piamontés: ha sido un placer encontrarme con vosotros]; y desearos: ch’a staga bin! [que vaya bien]

Me gustaría dirigir un pensamiento y un abrazo especial a los jóvenes —gracias por haber venido tan numerosos—. Desde el año pasado, la Jornada Mundial de la Juventud se celebra en las Iglesias particulares precisamente en la solemnidad de Cristo Rey. El tema, el mismo que el de la JMJ de Lisboa, en la que os invito de nuevo a participar, es «María se levantó y partió sin demora» (Lc 1,39). La Virgen hizo esto cuando era joven, y nos dice que el secreto para mantenerse jóvenes está precisamente es esos dos verbos, levantarse y partir. Me gusta pensar en la Virgen que partió deprisa, realmente se fue deprisa y muchas veces le pido a la Virgen: “Date prisa en resolver este problema”. Levantarse y partir: no quedarse quietos pensando en uno mismo, desperdiciando la vida tras comodidades y últimas modas, sino apuntar alto, ponerse en camino, salir de los propios miedos para tender la mano a quien lo necesita. Y hoy hacen falta jóvenes realmente “transgresores”, no conformistas, que no sean esclavos del móvil, sino que cambien el mundo como María, llevando Jesús a los demás, cuidando a los demás, construyendo comunidades fraternas con los demás, realizando sueños de paz.

Nuestro tiempo está viviendo una carestía de paz: estamos viviendo una carestía de paz. Pensemos en los muchos lugares del mundo asolados por la guerra, en particular en la martirizada Ucrania. ¡Manos a la obra y sigamos rezando por la paz! Recemos también por las familias de las víctimas del grave incendio ocurrido hace unos días en un campo de refugiados en Gaza, Palestina, donde también fallecieron varios niños. Que el Señor acoja en el cielo a los que han perdido la vida y consuele a esa población tan probada por años de conflicto. Y ahora invocamos a la Reina de la Paz, la Virgen, a la que está dedicada esta hermosa catedral. A ella encomiendo nuestras familias, los enfermos y cada uno de vosotros, con las preocupaciones y las buenas intenciones que lleváis en el corazón.