El Profeta, IV Domingo Ordinario: Reflexión de Mons. Enrique Díaz

Profeta es aquel que tiene que decir una palabra de parte de Dios

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La palabra de Dios © Canva

Monseñor Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio del próximo 30 de enero de 2022, titulado “El Profeta, IV Domingo Ordinario”.

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Jeremías 1, 4-5. 17-19: “Te consagré profeta de las naciones”

Salmo 70: “Señor, tú eres mi esperanza”

I Corintios 12, 31-13, 13: “Entre estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor; el amor es la mayor de las tres”

San Lucas 4, 21-30: “Jesús, como Elías y Eliseo, no fue enviado tan sólo a los judíos”

Cuando Jesús en la Sinagoga de Nazaret, tras leer la profecía de Isaías, explica que su misión es llevar Evangelio, Buena Nueva, y afirma que todo se cumple en Él, está anunciando que la liberación es para el género humano, para los pobres y humildes, para los encarcelados y ciegos. Sus vecinos de Nazaret primeramente se alegran, sin pensar mucho en tan grandioso anuncio, aunque quedan sorprendidos. Cuando descubren que está hablando de una salvación para todos los pueblos y que se atreve a poner comparaciones donde los protagonistas no son del pueblo de Israel, sino de pueblos paganos, despreciados por ellos, no pueden soportarlo.


Niegan su misión, niegan su identidad y reniegan de la Buena Nueva que trae. No admiten que el hijo del carpintero sea el profeta. Y su insolencia es tanta que, incluso, pretenden agredirlo y llevarlo al despeñadero. Lo que había iniciado con tanta alegría y tantas promesas, ha terminado en decepción por la novedad del Evangelio y por la cerrazón de corazón y mente de los oyentes. Es muy fácil criticarlos y juzgarlos. Pero nosotros, siglos después, tampoco nos tomamos en serio esa capacidad de Jesús de Nazaret para librarnos de todo lo malo que tenemos dentro, de nuestros miedos, odios y codicias. Hay muchos en nuestro mundo, que también desconfían de Jesús y preferirían terminar con Él. Y ahí nos equivocamos gravemente. Jesús es nuestra liberación. Si le seguimos veremos su Verdad y esa Verdad nos hará libres para siempre.

 ¿Por qué no aceptarían a Jesús? ¿Porque era uno de ellos, muy parecido a todos, cercano y familiar? ¿Porque no ofrecía imperios materiales ni ostentaba títulos, armamentos y poder? Quizás hoy nos pase igual. La promesa de Jesús no va acorde con las ambiciones de un mundo que cada día se endurece; su mensaje desenmascara las intenciones y hace evidente la falsedad de una estructura sostenida en mentira que rompe la fraternidad y destruye los pueblos. Su mensaje de salvación es para todos, no admite exclusivismos ni discriminaciones. Nos lanza a formar un nuevo pueblo, una nueva familia, donde, a pesar de ser diferentes, todos tengamos los mismos derechos y privilegios, pues todos somos hijos de Dios. El dolor, la miseria, la opresión de muchos hijos, frente a la opulencia y el bienestar de unos cuantos, no caben en su proyecto. Su forma de hablar resulta entonces intolerante y lo mejor será desaparecerlo. Es el riesgo de hablar en nombre de Dios y de dejarse seducir por su palabra, es el riesgo de tomarse en serio el Evangelio. El profeta verdadero asume estos riesgos, pero siempre encontrará oposiciones.

Profeta es aquel que tiene que decir una palabra de parte de Dios. Todos somos profetas desde nuestro bautismo, cuando fuimos ungidos con el santo crisma para significar nuestra condición de sacerdotes, profetas y reyes, a imagen de Jesucristo. Como Jeremías, hemos sido consagrados desde el seno de nuestra madre, por puro designio de Dios. Como a Jeremías se nos exige: “ponte de pie y diles lo que yo te mando”. No, el Evangelio no es para vivirlo con medianías y temores: “No temas, no titubees delante de ellos”. El Evangelio es para vivirse a plena luz.

El verdadero profeta saca la Palabra de Dios a la calle. La fe no se encierra en las sacristías y en los templos. En ellos se celebra, se comparte y se acrecienta, pero la fe y la Palabra de Dios se viven en la calle, en la familia, en el trabajo o en la escuela, en el pueblo o en el barrio. La fe es la sal que se derrama en la vida. La fe es la luz que ha de alumbrar donde hay oscuridad. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con Él. Y este “estar con Él” nos lleva a compartir sus sueños y a asumir las consecuencias. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. No habrá verdadera fe si no se manifiesta en el amor comprometido y serio hacia todos los hermanos.

San Pablo nos recuerda en este día: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y amor, estas tres. Pero la mayor de ellas es el amor”.  La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite al otro seguir su camino. San Pablo nos propone un amor gratuito y universal. ¿Qué es este amor que Pablo canta con tanta fuerza? No es un amor pasional, posesivo, egoísta, sino un amor lleno de ternura, que quiere el bien del otro. El amor para San Pablo es “ágape”: amar es darse, entregarse, olvidándose de sí mismo. La fuente del amor está en Dios Padre, que fue el primero en amar a la humanidad, que es el “Dios amigo de los hombres”. Por amor a Dios amamos también al hermano. El amor a los hermanos, e incluso a los enemigos, es la continuación necesaria del amor. Lo que debe distinguir al cristiano es el amor a todos, comenzando por el “próximo”, el que pasa junto a nosotros. Y ésta es precisamente la propuesta de Jesús, y ésta es su misión como profeta y la nuestra, si realmente queremos ser sus discípulos.

Hoy contemplemos a Jesús como profeta y asumamos también nosotros nuestra misión y compromiso. Que mirando la libertad y valentía con que actúa Jesús, cada discípulo hoy fortalezca su corazón para anunciar la Palabra y para ser consecuente con ella. ¿Creemos la Palabra de Jesús? ¿Cómo proclamamos y vivimos esta Palabra? ¿Qué significará ser profeta en nuestro tiempo? ¿De qué ambientes hemos expulsado a Jesús o en qué situaciones no queremos que Él intervenga?

Concédenos, Señor, Dios Nuestro, ser fieles a tu Palabra, no acomodarnos ni acomodarla a las circunstancias; amarte con todo el corazón y, con el mismo amor, amar y comprometernos con nuestros hermanos. Amén.