Gugerotti: El Papa Francisco nos ha enseñado a recoger el grito de la vida violada, a asumirlo y presentarlo al Padre
Homilía del Emmo Card. Claudio Gugerotti

A las 17.00 horas de esta tarde, 2 de mayo de 2025, en la Basílica Vaticana, ha tenido lugar la Celebración Eucarística en sufragio del Romano Pontífice Francisco, en el 7º día del Novendiali.
A la celebración estaban invitadas, en particular, las Iglesias orientales.
La Concelebración fue presidida por Su Eminencia el Cardenal Claudio Gugerotti, ex Prefecto del Dicasterio para las Iglesias Orientales, quien les pidió que se comprometan, como él hubiera querido, a acogerlos, si tienen que dejar sus tierras, ayudándoles a conservar sus tradiciones y liturgias
Publicamos a continuación la homilía que Su Eminencia el Card. Claudio Gugerotti pronunció durante la Santa Misa:
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Homilía del Emmo Card. Claudio Gugerotti
Venerables Padres Cardenales, hermanos y hermanas,
hace unos días rezamos sobre el cuerpo de nuestro Santo Padre Francisco y sobre ese cuerpo proclamamos nuestra fe inquebrantable en la resurrección de los muertos. En estos días continúan nuestra certeza y nuestra invocación para que el Señor mire con misericordia a su fiel servidor.
Porque la resurrección, como nos recuerda la primera lectura, no es un fenómeno intrínseco a la naturaleza humana. Es Dios quien nos resucita, por medio de su Espíritu. De las aguas del Bautismo emergemos como criaturas nuevas, miembros de la familia de Dios, sus íntimos o, como dice san Pablo, hijos adoptivos y ya no esclavos. Y precisamente porque somos hijos, en el mismo Espíritu se nos permite gritar nuestra invocación: «Abba, Padre». A este grito se une toda la creación que, con dolores de parto, espera su curación. La creación y la persona humana parecen tener hoy tan poco valor. Sin embargo, hay entre nosotros cardenales, como los de África, que sienten espontáneamente la belleza del fruto de estos dolores de parto, porque una vida nueva tiene un valor inestimable para sus pueblos.
Surge entonces el tema de la creación como compañera de viaje de la humanidad y solidaria con ella, del mismo modo que pide la solidaridad de la humanidad, para ser respetada y sanada. Es un tema muy querido por nuestro Papa Francisco.
A nuestro alrededor sólo se oye el grito de la creación y en ella el de aquel que está destinado a la gloria y a la finalidad para la que la creación fue pensada: la persona humana. Grita la tierra, pero sobre todo grita una humanidad abrumada por el odio, fruto a su vez de una profunda desvalorización del valor de la vida, que, como hemos escuchado los cristianos, es participación en la familia de Dios, hasta la concordancia y consanguinidad con Cristo Señor, a quien celebramos en este sacramento de la Eucaristía.
Muy a menudo, esta humanidad desesperada se esfuerza por expresar en su grito su oración y su invocación al Dios de la vida. Y es entonces, nos recuerda san Pablo, cuando el espíritu interviene en nosotros y hace de nuestros silencios rocosos y de nuestras lágrimas inexpresadas una invocación a nuestro Dios con gemidos inexpresables o, como se podría traducir, con gemidos inexpresados, es decir, silenciosos. Se trata de una expresión tan querida en el mundo cristiano oriental, que ve en la incapacidad de expresar a Dios (apofasis) una de las características de la teología: la contemplación de lo incomprensible, un vano intento de quitar el velo a la verdad última y, por tanto, en el mejor de los casos, la posibilidad de decir, como repetiría Santo Tomás de Aquino en Occidente, no lo que Dios es, sino lo que no es.
He aquí una gran lección para nosotros, que a menudo nos sentimos los maestros de Dios, los perfectos conocedores de la verdad, cuando sólo somos peregrinos a los que se ha dado la Palabra, que es el Hijo de Dios encarnado, porque lo que nos ha dado el don de vivir en la gloria de Dios es sólo fruto de la gracia y de esa infusión del Espíritu Santo que nos hace, precisamente, «espirituales». Y en Oriente, el padre y la madre espirituales son el monje, la monja o el guía de los que buscan a Dios. Incluso nosotros, en Occidente, mucho antes de llamar a estas personas ‘directores’ espirituales, los llamábamos padres y madres espirituales. Un cambio interesante.
En esta Eucaristía pretendemos unirnos como podamos y sepamos, incluso en nuestra aridez, distracciones, pérdida continua de foco en lo sólo necesario, al gemido inefable del Espíritu que clama a Dios lo que le agrada y lo que expresa en plenitud el gemido de nuestra naturaleza, que no sabemos formular en palabras, también porque ni siquiera nos permitimos, abrumados por las prisas, el tiempo de conocernos, de conocerle, de invocarle. San Agustín nos invita a entrar dentro de nosotros mismos porque es ahí donde podemos encontrar el auténtico sentido que no sólo expresa lo que somos, sino que grita al Padre nuestra necesidad de ser hijos amados, repitiendo: «Abbá, Padre»: «Noli foras ire, in te ipsum redi; in interiore homine habitat veritas».
Quien ama su vida la perderá -nos recuerda el Evangelio según san Juan- y quien odia su vida la encontrará». En esta frase extrema el Señor expresa nuestra especificidad como cristianos, considerados por el mundo como seguidores de un perdedor, un perdedor de la vida, que con la muerte, y no con la construcción de un reino terrenal, salvó al mundo y nos redimió a cada uno de nosotros.
El Papa Francisco nos ha enseñado a recoger el grito de la vida violada, a asumirlo y presentarlo al Padre, pero también a trabajar para aliviar concretamente el dolor que ese grito suscita, en cualquier latitud y en las infinitas formas en que el mal nos debilita y destruye.
Hoy la liturgia está animada y participada por algunos Padres e hijos de las Iglesias orientales católicas, presentes con nosotros para testimoniar la riqueza de su experiencia de fe y el grito de su sufrimiento, ofrecido por el eterno descanso del difunto Pontífice.
A ellas les decimos gracias por haber aceptado enriquecer la catolicidad de la Iglesia con la variedad de sus experiencias, de sus culturas, pero sobre todo con su rica espiritualidad. Hijos de los comienzos del cristianismo, han llevado en su corazón, junto con sus hermanos y hermanas ortodoxos, el sabor de la tierra del Señor, y algunos incluso siguen hablando la lengua que hablaba Jesucristo.
A través de los prodigiosos y dolorosos desarrollos de su historia, alcanzaron importantes dimensiones y enriquecieron el tesoro de la teología cristiana con una aportación tan original como, en gran medida, desconocida para nosotros en Occidente.
En el pasado, los católicos orientales aceptaron la plena comunión con el sucesor del apóstol Pedro, cuyo cuerpo descansa en esta basílica. Y fue en nombre de esta unión que dieron testimonio, a menudo con sangre o persecución, de su fe. En parte ahora reducidos, en número y fuerza pero no en fe, por las guerras y la intolerancia, estos hermanos y hermanas nuestros permanecen firmemente aferrados a un sentido de catolicidad que no excluye, sino que implica, el reconocimiento de su especificidad.
En el curso de la historia fueron a veces poco comprendidos por nosotros, los occidentales, que, en ciertos momentos, los juzgamos y decidimos lo que ellos, descendientes de apóstoles y mártires, creían que era o no fiel a la teología auténtica (es decir, la nuestra), mientras que sus hermanos ortodoxos, consanguíneos y partícipes de la misma cultura, liturgia y modo de sentir el ser y el obrar de Dios, los consideraban fugitivos, perdidos de su propio origen y asimilados a un mundo que entonces se consideraba mutuamente incompatible.
El Papa Francisco, que nos enseñó a amar la diversidad y la riqueza de expresión de todo lo humano, hoy creo que se alegra de vernos juntos en oración por él y por su intercesión. Y nos comprometemos una vez más, mientras muchos de ellos se ven obligados a abandonar sus antiguas tierras, que eran Tierra Santa, para salvar la vida y ver un mundo mejor, a sensibilizarnos, como deseaba nuestro Papa, para acogerlos y ayudarlos en nuestras tierras a preservar la especificidad de su aportación cristiana, que es parte integrante de nuestro ser Iglesia católica.
Los ojos y los corazones de nuestros hermanos y hermanas de Oriente siempre han acariciado la increíble paradoja del acontecimiento cristiano: por una parte, la miseria de nuestro ser pecador; por otra, la infinita misericordia de Dios, que nos ha colocado junto a su trono para compartir incluso su ser, mediante lo que el gran obispo y doctor san Atanasio, a quien la Iglesia recuerda hoy, llama «divinización».
Toda su liturgia está entretejida de este asombro. Así, por ejemplo, en este tiempo litúrgico, la tradición bizantina repite sin cesar esta experiencia inefable, diciendo, cantando y comunicando a los demás: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, pisoteando la muerte, y a los muertos en los sepulcros les ha dado la vida». Y lo repiten constantemente, como para hacerlo entrar en su corazón y en el de los demás.
Este mismo asombro se expresa también en la liturgia armenia, al rezar con las palabras de aquel San Gregorio de Narek que el mismo Papa Francisco quiso inscribir entre los Doctores de la Iglesia y que la tradición ha hecho parte integrante de la eucarología eucarística: «Te suplicamos, Señor, que nuestros pecados sean consumidos por el fuego como los del profeta fueron consumidos por el carbón encendido que le ofrecieron con tenazas, para que en todas las cosas sea proclamada tu misericordia como fue proclamada la dulzura del Padre por medio del Hijo de Dios, que condujo al hijo pródigo de vuelta a la herencia paterna y guió a las prostitutas a la bienaventuranza de los justos en el reino de los cielos. Sí, yo también soy uno de ellos: recíbeme también a mí como uno de ellos, como un necesitado de tu gran amor por la humanidad, yo que vivo de tus gracias».
Son sólo dos ejemplos de la fuerza vibrante con que la emoción del corazón se funde con la lucidez de la mente para describir nuestra inmensa pobreza salvada por la infinitud del amor de Dios.
Queridos hermanos cardenales, mientras se acercan los días en que seremos llamados a elegir al nuevo Papa, pongamos en nuestros labios la invocación al Espíritu Santo que un gran padre oriental, san Simeón el Nuevo Teólogo, escribía al comienzo de sus himnos: «Ven, luz verdadera; ven, vida eterna; ven, misterio escondido; ven, tesoro sin nombre; ven, realidad inefable; ven, persona inconcebible; ven, felicidad sin fin; ven, luz sin ocaso; ven, espera infalible de todos los que han de salvarse. Ven, tú que has deseado y deseas mi alma miserable. Ven, tú, el único, a mí, solo, pues ves que estoy solo; para que, viéndote eternamente, yo, muerto, viva; poseyéndote, yo, pobre, sea siempre rico y más rico que los reyes; Yo, comiendo y bebiendo de ti, y revestido de ti en todo momento, paso de deleite en deleite en las cosas buenas inefables, porque tú eres todo bien y toda gloria y todo deleite, y es a ti a quien pertenece la gloria, oh santa, consustancial y vivificante Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo (…. ) ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén».
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