La divina misericordia, lo pequeño y lo grande

¿Qué prefieres lo pequeño o lo grande?

(C) Pexels
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Óyeme, Teresa de Lisieux, préstame oído y respóndeme: ¿Qué prefieres, lo pequeño o lo grande?

Teresa: a mí me gusta todo lo pequeño.

Pero, Teresa, ¿Cómo me dices esto? Pero, acaso no te das cuenta de que lo grande es mayúsculo, elevado, fuerte, abundante, maduro, de peso, fantástico, fenomenal, formidable, inigualable, superlativo. Lo pequeño, en cambio, es sólo poca cosa. ¿No te das cuenta? Lo pequeño es minúsculo, menudo, diminuto, enano, breve, débil, ligero, leve, escaso, insuficiente, exiguo. Einstein, con su teoría de la relatividad, te podría decir que ser pequeño es como ser reducido, menguado, raquítico, microscópico, ínfimo, insignificante, inapreciable. Lo grande es a lo pequeño lo que el hombre de gran personalidad a un bebé, y, éste, además, ni siquiera tiene capacidad para hablar. Lo grande es a lo pequeño lo que es el ágil y fuerte corcel blanco a una tortuguita coja. Lo grande es a lo pequeño lo que un hombre que tiene todos los saberes, y los posee en grado máximo, al niño pequeño y sencillo.

En una palabra, grande es “lo que es más”. Pequeño, es “lo que es menos”.

Así, pues, Teresa, qué me dices: ¿te lo has repensado?, ¿Qué prefieres lo pequeño, lo que es menos, o lo grande, lo que es más?, ¿un bebé o un sabio?

Teresa de Lisieux: a mí me gusta todo lo pequeño.

Y tú, modélico sacerdote Jaime Balmes, que viviste en una época de revoluciones, ¿Qué prefieres lo pequeño o lo grande?

Jaime Balmes: cuando veo los cataclismos que caen sobre la sociedad actual, y veo, también, a un pequeñín, le digo al niño: ¡poesía eres tú! Y, entonces, entiendo que, en la sociedad, incluso en tiempos tan calamitosos, ha de haber mucha poesía.

Y, tú, san Josemaría, ¿prefieres lo pequeño o lo grande?

Haciéndome pequeño me puedo meter en los brazos de mi madre Santa María.

Lo pequeño, pues, va valorado.

Lo pequeño permite una mirada misericordiosa. Recuerda aquello de aquella madre, que, estando junto con sus amigas, veía como su hijo iba hurgando y escarbando e investigando en el interior de su pequeña nariz. Todas las amigas, comentaron: que niño más maleducado, que sucio. Pero, la madre, se limitó a decir: ¡este hijo mío, con el tiempo podría ser un investigador!


San Pedro, ¿Qué prefieres, lo grande o lo pequeño?

San Pedro: mi divino Maestro, siendo de grandeza infinita, ya que era verdadero Dios, se hizo pequeño. Pequeñez, ésta, que es hermosísimo y sublime lenguaje de amor, cantado en cada Navidad. Mi adorable redentor se anonadó tanto, se hizo tan pequeño, que, llegó al extremo de morir majestuosamente en la sangrienta cruz para salvar a los hombres. Pequeñez, ésta, que es la más elocuente expresión del amor.

Sé, que, Nuestro Señor, aunque sólo hubiera existido un hombre, y este hubiera sido un terrible criminal, habría dado su sangre por él. Él, el Señor de los cielos y de la tierra, puso su amor en la pequeñez humana. Así, Él, en la cruz, vivió aquello de san Francisco de Sales: si me arrancas un ojo, me queda el otro, para mirarte con amor, y, si me arrancas los dos, me queda el corazón para amarte. Esa fue su mirada, la de su amor misericordioso, la de su corazón, sobre la miseria espiritual humana.

Ya has visto a aquella madre: la pequeñez añadida de las heridas de su niño, roturas de una miniatura, desgarrones de su tejido, lo que han sido es un imán, que ha atraído y urgido, sobre ellas, sus afectuosos besos de madre tierna.

La peor pequeñez es la miseria del pecado. Pero, al regresar el hijo pródigo, que con sus pecados tanto había herido el corazón de su padre, éste, en su hijo, lo que vio, fue su pequeñez: su miseria, material y espiritual. Respondió a esta pequeñez llenándole de besos. Su corazón de padre sólo sabía de amor. Amaba visceralmente a su hijo pródigo. Así, la llama de su corazón de padre prendió en la miseria. Su ardiente afecto de padre tocó el corazón de su hijo. ¿Por qué su corazón de padre quedó movido por la misericordia? Porque, como dice el gran san Agustín, el hijo estaba sin fuerzas a causa de la miseria que padecía. Dios se conmueve -dice santa Teresita- delante de un niño caído (un hijo que se ha hecho daño). Se conmueve porque se trata de un hijo pequeño que Él ha creado de la nada.

Todo pecador, por muy pecador que sea, que se encuentre verdaderamente arrepentido, sabe lo que le espera. Esto es, que el Señor le llene de besos.

La miseria del pecado nunca existe sola. Junto a la miseria, hay, también, a la vez, la misericordia divina, el amor infinito de Dios. Hay un binomio: miseria y misericordia. Pero, esto, es siempre una invitación a la conversión, porque el pecador sabe que Dios quiere recibirle y abrazarle.

La fuerza del brioso corcel, esto es, la fuerza del hombre dotado con todas las potencias intelectuales, con toda la fuerza, con todos los éxitos, con todos los poderes humanos, sólo puede lo que la pobre potencia humana puede. Pero, la ternura puede mucho más. La misericordia es capaz de llegar mucho más lejos. La potencia, es, sólo, en el fondo, la impotencia de la potencia. Mientras que la misericordia, -colocar el corazón en la miseria-, es la potencia de la impotencia. En fin, la misericordia es mucho más potente que la potencia. En los designios de la misericordia divina hay una sabiduría mucho más grande que la de los filósofos. Más entendió santa Teresita que muchos encumbrados filósofos.

Pero, esto, con respecto a los criterios actuales de mucha gente, es una revolución. Es la caída de tantos encumbrados criterios en boga, y, a la vez, el ascenso a la cumbre de criterios que tantos habían desterrado y sepultado. Sí, se trata de una revolución, pero de una revolución no violenta, sino pacífica, toda ella de amor y de bondad. Pero, en definitiva, es una verdadera revolución, un gran cambio en la sociedad.

Benedicto XVI: es la revolución del amor.

Francisco: es la revolución de la ternura.