La Familia: El hábitat de la persona

El hombre nace recibido por sus padres quienes se dedican a él respetando su exquisita singularidad

(C) Pexels
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En verano, el mar es protagonista principal. Sin embargo, en la inmensidad, belleza y armonía rítmica de sus olas, el hombre no ha tenido participación. Le cabe el privilegio de embelesarse tanto cuando el sol lo ilumina como cuando el sereno atractivo del atardecer paulatinamente se apropia del firmamento.

En los zoológicos – que no son su hábitat natural – la vista se topa con animales típicos de su especie, cada ejemplar encandila por lo logrado de su figura. La cebra con sus franjas, en el tigre resplandece su color amarillo al son de la plasticidad de sus movimientos y el elefante asombra por lo macizo de su porte, la blancura de sus colmillos y la gracilidad de su trompa. Cada animal retiene su propio encanto que lo diferencia de otro, sin embargo, en su constitución tampoco el hombre ha participado, en algunos casos los domestica para sus propios fines y, en otros se limita a cuidarlos y contemplarlos.

Si nos trasladamos al reino vegetal, la variedad y vistosidad de la flora no tiene parangón. Basta mirar una rosa para que el espíritu vibre con su fragancia, con su color y la delicadeza de sus pétalos. La rosa tiene la virtud de superar a la palabra cuando el corazón quiere dar noticia de las emociones y sentimientos que en su seno anidan. El hombre tan solo se deja arrobar ante su índole y su hermosura porque en ellas no ha participado.

El hombre no nace en serie ni dentro de un colectivo informe. Viene al mundo especialmente recibido por sus padres quienes se dedican a él respetando su exquisita singularidad la que solo puede ser acogida desde la vertiente del amor entre ellos que potenciado envuelve y da seguridad al hijo.


La admiración que produce la elegancia de los ejemplares de cada uno de los reinos naturales, no es capaz de esquivar el hecho de que el ser humano es el ser más perfecto de la naturaleza. Su prelación y jerarquía radica en su índole racional, en su querer y en su libertad.

El ser humano no aparece, no brota ni crece al amparo de las estaciones climáticas. Para que exista, la participación activa de un hombre y de una mujer es fundamental. En efecto, trasmitir la vida es un privilegio no avocado sino con-cedido que no es solo mera acción: la persona se implica en su florecimiento. Pero esa implicación no resulta de un hecho forzado, aséptico o al extremo brusco exento de voluntariedad. Todo lo contrario, nace del sortilegio que produce la atracción del sexo opuesto que invita a un acercamiento transubjetivo que trasparenta la riqueza biográfica de cada persona. Cuando se descubre el mundo interior, se revela lo propio, lo singular, aquello que se destaca sobre los demás, que el hombre o la mujer quiere – en exclusiva – para sí como parte de su proyecto vital. Pero en un solo acto no se posee a la persona; su grandeza reclama, tiempo para coexistir; solo siendo-con-otro, es posible aportar y recibir desde la condición de peculiar e irrepetible. La coexistencia se despliega en plenitud cuando se decide juntos “apagar y prender la luz” independiente del clima que acompañe ese día porque se comparte el hogar que, al habitarlo con lo propio y la fusión de cada uno, se forja un clima fecundo para el advenimiento de nuevas vidas. Este es el derrotero que concluye con la participación del ser humano en la generación de otros seres humanos.

El hombre y la mujer unidos en alianza matrimonial materializan y prolongan su amor en los hijos. El hombre no nace en serie ni dentro de un colectivo informe. Viene al mundo especialmente recibido por sus padres quienes se dedican a él respetando su exquisita singularidad la que solo puede ser acogida desde la vertiente del amor entre ellos  que, potenciado envuelve y da seguridad al hijo. En la familia se consagra el derecho fundamental: de nacer, crecer y morir como persona. La naturaleza es sabia, sin duda, el amor humano encuentra su apogeo en el seno y dinámica familiar.