Papa Francisco: “Apasionémonos por la Sagrada Escritura”

Homilía en el III Domingo de la Palabra de Dios

Papa Francisco Sagrada Escritura
Domingo de la Palabra de Dios, 23 enero 2021 © Vatican Media

“Apasionémonos por la Sagrada Escritura”, ha invitado el Papa Francisco en la homilía que ha pronunciado esta mañana en San Pedro, con motivo del III Domingo de la Palabra de Dios. Y ha añadido: “Dejémonos escrutar interiormente por la Palabra, que revela la novedad de Dios y nos lleva a amar a los demás sin cansarse. ¡Volvamos a poner la Palabra de Dios en el centro de la pastoral y de la vida de la Iglesia!”.

En este tercer domingo del tiempo ordinario, 23 de enero de 2022, durante la celebración eucarística, el Pontífice ha conferido por primera vez el ministerio del Lectorado y del Catequista a hombres y mujeres de diferentes países, con un nuevo rito preparado por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

El centro de nuestra vida

Papa Francisco Sagrada Escritura

Al hilo de las lecturas de la Misa -que nos muestran al sacerdote Esdras leyendo la Sagrada Escritura al pueblo y a Jesús en la sinagoga de Nazaret- Francisco ha recordado que las dos escenas “nos comunican una realidad fundamental: en el centro de la vida del pueblo santo de Dios y del camino de la fe no estamos nosotros, con nuestras palabras; en el centro está Dios con su Palabra”. La Palabra eterna, que es Cristo y que se ha encarnado: “Por obra del Espíritu Santo habitó  entre nosotros y quiere hacernos su morada, para colmar nuestras expectativas y sanar nuestras heridas”. 

A ejemplo de quienes escuchaban a Jesús en la sinagoga de Nazaret, nos ha animado a tener “la mirada fija en Jesús” y a acoger su Palabra. Y ha añadido: “Meditemos hoy dos aspectos de ella que están unidos entre sí: la Palabra revela a Dios y la Palabra nos lleva al hombre”.

La Palabra revela a Dios

Como nos ha hecho considerar el Papa, Jesús nos ha revelado que “Dios es cercano y quiere cuidar de mí, de ti, de todos. Este es el rasgo principal de Dios: cercanía.” Y nos ha movido a preguntarnos: “¿Qué rostro de Dios anunciamos en la Iglesia, el Salvador que libera y cura o el Temible que aplasta bajo los sentimientos de culpa? Para convertirnos al Dios verdadero, Jesús nos indica de dónde debemos partir: de la Palabra”.

Una Palabra que, “contándonos la historia del amor que Dios tiene por nosotros, nos libera de los miedos y de los conceptos erróneos sobre Él, que apagan la alegría de la fe.” Y ha proseguido: “La Palabra de Dios nutre y renueva la fe, ¡volvamos a ponerla en el centro de la oración y de la vida espiritual! Poner en el centro la Palabra, que nos revela cómo es Dios. La Palabra que nos hace a Dios cercano”.

La Palabra nos lleva al hombre

Papa Francisco Sagrada EscrituraDescubrir que Dios es amor compasivo nos libera de dos tentaciones, presentes en la Iglesia desde los primeros siglos, pero también hoy: de una parte, “encerrarnos en una religiosidad sacra, que se reduce a un culto exterior, que no toca ni transforma la vida. Esto es idolatría, escondida, refinada, pero idolatría. (…). Un rigorismo pelagiano que nos obsesiona con la norma». De otra, “una espiritualidad angélica”, un gnosticismo “que te propone una Palabra de Dios que te mete en órbita y no te hace tocar la realidad” .

Frente a estas tentaciones, el Santo Padre ha insistido en que la Palabra, “que se ha hecho carne (cf. Jn 1,14) quiere encarnarse en nosotros. No nos aleja de la vida, sino que nos introduce en la vida, en las situaciones de todos los días, en la escucha de los sufrimientos de los hermanos, del grito de los pobres, de la violencia y las injusticias que hieren la sociedad y el planeta, para no ser cristianos indiferentes sino laboriosos, creativos, proféticos”.

Poco antes de concluir, el sucesor de Pedro ha comentado: “en esta celebración, algunos de nuestros hermanos y hermanas son instituidos lectores y catequistas. Están llamados a la tarea importante de servir el Evangelio de Jesús, de anunciarlo para que su consuelo, su alegría y su liberación lleguen a todos. Esta es también la misión de cada uno de nosotros: ser anunciadores creíbles, profetas de la Palabra en el mundo” .

Publicamos a continuación la homilía que el Santo Padre Francisco ha pronunciado tras la proclamación del Evangelio.


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Homilía del Santo Padre

En la primera Lectura y en el Evangelio encontramos dos gestos paralelos: el sacerdote Esdras tomó el libro de la ley de Dios, lo abrió y lo proclamó delante de todo el pueblo; Jesús, en la sinagoga de Nazaret, abrió el volumen de la Sagrada Escritura y leyó un pasaje del profeta Isaías delante de todos. Son dos escenas que nos comunican una realidad fundamental: en el centro de la vida del pueblo santo de Dios y del camino de la fe no estamos nosotros, con nuestras palabras; en el centro está Dios con su Palabra.

Todo comenzó con la Palabra que Dios nos dirigió. En Cristo, su Palabra eterna, el Padre “nos eligió antes de la creación del mundo” (Ef 1,4). Con su Palabra creó el universo: “Él lo dijo y así sucedió” (Sal 33,9). Desde la antigüedad nos habló por medio de los profetas (cf. Hb 1,1); por último, en la plenitud del tiempo, nos envió su misma Palabra, el Hijo unigénito (cf. Ga 4,4). Por esto, al finalizar la lectura de Isaías, Jesús en el Evangelio anuncia algo inaudito: “Esta lectura se ha cumplido hoy” (Lc 4,21). Se ha cumplido; la Palabra de Dios ya no es una promesa, sino que se ha realizado.

En Jesús se hizo carne. Por obra del Espíritu Santo habitó entre nosotros y quiere hacernos su morada, para colmar nuestras expectativas y sanar nuestras heridas.

Hermanos y hermanas, tengamos la mirada fija en Jesús, como la gente en la sinagoga de Nazaret (cf. v. 20) -lo miraban, eran uno de ellos, ¿qué novedad traerá?, ¿qué hará este, de quien se habla tanto?-, y acojamos su Palabra. Meditemos hoy dos aspectos de ella que están unidos entre sí: la Palabra revela a Dios y la Palabra nos lleva al hombre.

En primer lugar, la Palabra revela a Dios. Jesús, al comienzo de su misión, comentando ese pasaje específico del profeta Isaías, anuncia una opción concreta: ha venido para liberar a los pobres y oprimidos (cf. v. 18). De este modo, precisamente por medio de las Escrituras, nos revela el rostro de Dios como el de Aquel que se hace cargo de nuestra pobreza y le preocupa nuestro destino. No es un tirano que se encierra en el cielo -esa imagen fea de Dios, no, no es así-, sino un Padre que sigue nuestros pasos. No es un frío observador indiferente e imperturbable, un Dios “matemático”. Es el Dios con nosotros, que se apasiona con nuestra vida y se identifica hasta llorar nuestras mismas lágrimas. No es un dios neutral e indiferente, sino el Espíritu amante del hombre, que nos defiende, nos aconseja, toma partido a nuestro favor, se involucra y se compromete con nuestro dolor. Está siempre presente ahí. Esta es “la buena noticia” (v. 18) que Jesús proclama ante la mirada sorprendida de todos: Dios es cercano y quiere cuidar de mí, de ti, de todos. Este es el rasgo principal de Dios: cercanía. Él mismo se define así, cuando dice al pueblo en el Deuteronomio: ‘¿qué pueblo tiene a sus dioses tan cerca, como yo lo estoy de ti?’ (cfr. Dt 4,7). El Dios cercano, con esa cercanía que es compasión y ternura, quiere aliviarte de las cargas que te aplastan, quiere caldear el frío de tus inviernos, quiere iluminar tus días oscuros, quiere sostener tus pasos inciertos. Y lo hace con su Palabra, con la que te habla para volver a encender la esperanza en medio de las cenizas de tus miedos, para hacer que vuelvas a encontrar la alegría en los laberintos de tus tristezas, para llenar de esperanza la amargura de tus soledades. Te hace andar, pero no en un laberinto: te hace andar en el camino, para que lo encuentres más, cada día.

Hermanos, hermanas, preguntémonos: ¿llevamos en el corazón esta imagen liberadora de Dios, el Dios cercano, el Dios compasivo, el Dios lleno de ternura? ¿O pensamos que es un juez riguroso, un rígido aduanero de nuestra vida? ¿Nuestra fe genera esperanza y alegría o está todavía determinada por el miedo, es una fe temerosa? ¿Qué rostro de Dios anunciamos en la Iglesia, el Salvador que libera y cura o el Temible que aplasta bajo los sentimientos de culpa? Para convertirnos al Dios verdadero, Jesús nos indica de dónde debemos partir: de la Palabra. Ella, contándonos la historia del amor que Dios tiene por nosotros, nos libera de los miedos y de los conceptos erróneos sobre Él, que apagan la alegría de la fe. La Palabra derriba los falsos ídolos, desenmascara nuestras proyecciones, destruye las representaciones demasiado humanas de Dios y nos muestra su rostro verdadero, su misericordia. La Palabra de Dios nutre y renueva la fe, ¡volvamos a ponerla en el centro de la oración y de la vida espiritual! Poner en el centro la Palabra, que nos revela cómo es Dios. La Palabra que nos hace cercanos a Dios.

Y ahora, el segundo aspecto: la Palabra nos lleva al hombre. Justamente cuando descubrimos que Dios es amor compasivo, vencemos la tentación de encerrarnos en una religiosidad sacra, que se reduce a un culto exterior, que no toca ni transforma la vida. Esto es idolatría. Idolatría escondida, idolatría refinada, pero es idolatría. La Palabra nos impulsa a salir fuera de nosotros mismos para ponernos en camino al encuentro de los hermanos con la única fuerza humilde del amor liberador de Dios. En la sinagoga de Nazaret Jesús nos revela precisamente esto: Él es enviado para ir al encuentro de los pobres que somos todos nosotros y liberarlos. No vino a entregar una serie de normas o a oficiar alguna ceremonia religiosa, sino que descendió a las calles del mundo para encontrarse con la humanidad herida, para acariciar los rostros marcados por el sufrimiento, para sanar los corazones quebrantados, para liberarnos de las cadenas que nos aprisionan el alma. De este modo nos revela cuál es el culto que más agrada a Dios: hacernos cargo del prójimo. Y debemos volver sobre esto. En un momento en el que en la Iglesia están las tentaciones de la rigidez, que es una perversión, y se cree que encontrar a Dios es ser cada vez más rígido, con más normas, con las cosas justas y claras… y no es así. Cuando vemos propuestas rígidas, pensemos enseguida: esto es un ídolo, no es Dios. Nuestro Dios no es así.

Hermanos y hermanas, la Palabra de Dios nos cambia -la rigidez no nos cambia, nos esconde-; la Palabra de Dios nos cambia penetrando en el alma como una espada (cf. Hb 4,12). Porque, si por una parte consuela, revelándonos el rostro de Dios, por otra parte provoca y sacude, mostrándonos nuestras contradicciones. Nos pone en crisis. No nos deja tranquilos, si quien paga el precio de esta tranquilidad es un mundo desgarrado por la injusticia y quienes sufren las consecuencias son siempre los más débiles. Siempre pagan los más débiles. La Palabra pone en crisis esas justificaciones nuestras que siempre hacen depender aquello que no funciona del otro o de los otros. ¡Cuánto dolor sentimos al ver a nuestros hermanos y hermanas morir en el mar porque no les dejan desembarcar! Y esto algunos lo hacen en nombre de Dios. La Palabra de Dios nos invita a salir al descubierto, a no escondernos detrás de la complejidad de los problemas, detrás del “no hay nada que hacer”, “es un problema de ellos”, o del “¿qué puedo hacer yo?”, “dejémosles ahí”. Nos exhorta a actuar, a unir el culto a Dios y el cuidado del hombre. Porque la Sagrada Escritura no nos ha sido dada para entretenernos, para mimarnos en una espiritualidad angélica, sino para salir al encuentro de los demás y acercarnos a sus heridas. He hablado de la rigidez, de ese pelagianismo moderno, que es una de las tentaciones de la Iglesia. Y existe esta otra, buscar una espiritualidad angélica, es la otra tentación de hoy: los movimientos espirituales gnósticos, el gnosticismo, que te propone una Palabra de Dios que te mete “en órbita” y no te hace tocar la realidad. La Palabra que se ha hecho carne (cf. Jn 1,14) quiere encarnarse en nosotros. No nos aleja de la vida, sino que nos introduce en la vida, en las situaciones de todos los días, en la escucha de los sufrimientos de los hermanos, del grito de los pobres, de la violencia y las injusticias que hieren la sociedad y el planeta, para no ser cristianos indiferentes sino laboriosos, creativos, proféticos.

“Esta lectura que acaban de oír dice Jesús se ha cumplido hoy” (Lc 4,21). La Palabra quiere encarnarse hoy, en el tiempo que vivimos, no en un futuro ideal. Una mística francesa del siglo pasado, que eligió vivir el Evangelio en las periferias, escribió que la Palabra del Señor no es “‘letra muerta’, sino espíritu y vida. […] Las condiciones de la escucha que reclama de nosotros la Palabra del Señor son las de nuestro ‘hoy’: las circunstancias de nuestra vida cotidiana y las necesidades de nuestro prójimo” (M. Delbrêl, La alegría de creer, Sal Terrae, Santander 1997, 242-243). Entonces, preguntémonos: ¿queremos imitar a Jesús, ser ministros de liberación y de consolación para los demás, actuar la Palabra? ¿Somos una Iglesia dócil a la Palabra; una Iglesia con capacidad de escuchar a los demás, que se compromete a tender la mano para aliviar a los hermanos y las hermanas de aquello que los oprime, para desatar los nudos de los temores, liberar a los más frágiles de las prisiones de la pobreza, del cansancio interior y de la tristeza que apaga la vida? ¿Lo queremos?

En esta celebración, algunos de nuestros hermanos y hermanas son instituidos lectores y catequistas. Están llamados a la tarea importante de servir el Evangelio de Jesús, de anunciarlo para que su consuelo, su alegría y su liberación lleguen a todos. Esta es también la misión de cada uno de nosotros: ser anunciadores creíbles, profetas de la Palabra en el mundo. Por eso, apasionémonos por la Sagrada Escritura. Dejémonos escrutar interiormente por la Palabra, que revela la novedad de Dios y nos lleva a amar a los demás sin cansarse. ¡Volvamos a poner la Palabra de Dios en el centro de la pastoral y de la vida de la Iglesia! Así seremos liberados de toda pelagianismo rígido, de toda rigidez, y de la ilusión de una espiritualidad que nos hace estar “en órbita”, sin preocuparnos de los hermanos y las hermanas. Volvamos a poner la Palabra en el centro de la pastoral y de la vida de la Iglesia. Escuchémosla, recemos con ella, pongámosla en práctica.

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