Paternidad: Una revisión de nuestro concepto

Toda paternidad procede de Dios

(C) Pexels
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En nuestra sociedad actual, no sabemos diferenciar los elementos característicos: los esenciales, de la paternidad. La impresión común es que la paternidad tiene como elemento esencial la generación biológica, y en este sentido, consideramos que el vínculo de la sangre es definitivo, trascendental.

No cabe duda que todos nosotros nos sentimos en deuda con quien nos trajo a la vida y ejerció  sobre nosotros la función de padre: es nuestro punto de partida en esta aventura que es vivir. Y en ningún momento, cuestiono en nada esa deuda, que yo mismo siento por quien fue mi padre, y a quien debo una gran admiración. Pero si profundizamos un poco más allá de las primeras impresiones, pienso que nos daremos cuenta que la generación biológica no encierra en sí todo el contenido de lo que significa la paternidad.

Dicho de otro modo, no basta generar biológicamente para ser padre, porque toda paternidad, según la premisa que encabeza este ensayo procede de Dios. Según esta verdad revelada por El mismo, solo El es padre; y el hombre también puede serlo, pero solo en cuanto es semejante  El.

La paternidad, visto así, es una cualidad divina que solo la Revelación es capaz de mostrarnos. Únicamente la doctrina cristiana es la que enseña esta realidad; solo ella es la que nos ha transmitido esta cualidad divina: “Voy a mi Padre y a vuestro Padre”, se recoge en el Evangelio. Por tanto, la paternidad que nosotros conocemos –la paternidad de la carne- solo es un reflejo de la auténtica paternidad.

Lo que ocurre es que nosotros extrapolamos hacia Dios lo que conocemos a nuestro alrededor: partiendo de la realidad terrena, queremos sacar conclusiones de la realidad divina. Pero siendo la paternidad una cualidad divina -que entre nosotros solo se da como reflejo-, deberíamos razonar en sentido inverso: analizar cómo es esta realidad a nivel divino, y deducir, en consecuencia, a qué se refiere la realidad de la paternidad entre nosotros.

Si obramos así, lo primero que descubriremos es que siendo Dios padre en plenitud, El no  engendra biológicamente, y por tanto, que la generación biológica no puede ser el elemento esencial de la paternidad humana.

De otro lado, si observamos el comportamiento animal, podemos notar que entre ellos también existe la generación biológica: es el medio para la transmisión de la vida y la permanencia de la especie. Pero entre los animales, no notamos el resto de componentes que sí se dan en la familia humana.  La vaca, por ejemplo,  solo atiende al ternero durante una temporada muy corta; y el toro, desaparece de escena casi de modo inmediato.

Este comportamiento no es el de una familia. En nuestro caso, la reacción de los padres es muy distinta. Ellos permanecen alrededor de las nuevas vidas mucho tiempo.  Y es que el vínculo de la familia tiene una misión, la paternidad es, realmente, un encargo: hacer viable esas nuevas vidas. Solo así se entiende esa permanencia.


Las nuevas vidas humanas necesitan de un apoyo material, afectivo y en otras muchas dimensiones para ser viables.  Pero, si seguimos profundizando en nuestro análisis, nos encontraremos que esta viabilidad no puede reducirse tampoco a un tipo de vida que finalmente termina; una vida que dentro de unos años -pocos o muchos- va a acabar. Eso sería haber recibido el encargo de un esfuerzo descomunal, para que, sin consideración alguna, todo se derrumbe trágicamente. Hay un refrán español que podría aplicarse a esta situación: “mi gozo en un pozo”.

Las ansias de vida que hay en todo ser humano no pueden satisfacerse únicamente con una vida como la que conocemos: que termina, que por más que se prolongue, cada vez muestra un mayor deterioro. Estas ansias de vivir, necesariamente, tienen que satisfacerse con otra especie de vida: una que sea plena, sin deterioro y con una capacidad de crecimiento cada vez mayor: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” son unas palabras de Nuestro Señor que recogen los Evangelios, y que confirman que, efectivamente, podemos aspirar a una realidad mejor.

Pero los Evangelios también recogen otra cita del Señor. “La vida eterna es que te conozcan a Ti, Padre, y a quien Tú has enviado”. Haciendo alusión a esta afirmación del Señor, el Papa Benedicto XVI ha comentado que en este pasaje se nos revela que la auténtica vida es conocimiento: conocimiento del Padre y de quien El ha enviado, Jesucristo nuestro Señor.

Por lo tanto, si la paternidad es la participación en la vida, en la generación de la vida, la auténtica paternidad solo se realiza en la transmisión del conocimiento de Dios, y en concreto, de nuestro Señor Jesucristo. Esta es la paternidad como cualidad divina; y ésta es la paternidad de la que podemos ser un auténtico reflejo. Uno es padre, cuando lleva a Cristo con su ejemplo, con su enseñanza, con su modo de ser, con sus reacciones. El conocimiento de Nuestro Señor Jesucristo solo puede ser personal, y como tal, exige la propia experiencia y la personal vivencia para poder transmitirse.

Una última consideración. De la parábola del hijo pródigo, hemos aprendido el valor del arrepentimiento y de la comprensión  que merecen quienes están junto a nosotros y se equivocan; pero quizá pocas veces hemos reflexionado sobre una realidad que también se nos transmite en esa enseñanza divina: que un hijo es un heredero. Pero un heredero no solo de los bienes materiales y del patrimonio, como solemos considerar; sino, fundamentalmente, un heredero del rol.

Un hijo, por serlo, está llamado, necesariamente, a heredar al padre, pero a heredarlo, principalmente, en su función de padre; y por eso, su principal objetivo mientras es hijo debe ser la preparación para asumir un día, cuando le corresponda, esa función.

En consecuencia, si un católico es hijo de Dios,  está llamado, entonces, a asumir un día -diría que siempre antes de lo que lo espera- el rol de padre. Pero, ¿padre de quién?; ¿de los que genere biológicamente? No. De todos aquéllos que Dios Padre haya puesto cerca de él. Si Dios quiere que él genere biológicamente a unos, por supuesto: los ha colocado cerca. Pero esta cualidad de cercanía se abre a todos los que de un modo u otro coinciden con nosotros.

Y responderemos a esta invitación, y seremos sus padres, en la misma medida que generemos en ellos la auténtica vida: el conocimiento de Dios Padre y de Jesucristo: un conocimiento que solo puede transmitirse, cuando se posee.