Reflexión de Mons. Enrique Díaz: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya”
Domingo de Pentecostés

Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio de este domingo, 8 de junio de 2025, titulado: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya”.
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Hechos de los Apóstoles 2, 1-11: “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo”
Salmo 103: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya”
I Corintios 12, 3-7. 12-13: “Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo”
San Juan 20, 19-23: “Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo a ustedes: Reciban al Espíritu Santo”
La fiesta de Pentecostés tal y como la presentan los textos bíblicos nos tendría que lanzar a una nueva y vigorosa vida y seguimiento de Jesús. Si en un primer momento se presente a los apóstoles con las puertas cerradas, al anochecer y llenos de miedo, después todo parece apertura, dinamismo y entusiasmo para predicar y vivir la Buena Nueva, la Palabra de Dios. Frente al Espíritu no se puede vivir con las puertas cerradas, se necesita abrir completamente las puertas y ventanas y sobre todo el corazón para recibir su fuerza y la renovación tanto interior como exterior. Los primeros cristianos sorprendían por la frescura y espontaneidad con que vivían y anunciaban el evangelio. Ahora a los cristianos nos miran como anquilosados, fríos y calculadores, como temiendo que el Espíritu invada nuestras vidas y venga a desinstalarnos. Pero el Espíritu es ante todo vida y dinamismo y con su fuerza invadirá nuestras vidas. A aquellos discípulos que se encontraban encerrados y aturdidos por miedo a los judíos, se les presenta Jesús y les otorga el “soplo” del Espíritu. Es decir, les infunde una nueva creación que los viene a sacar del aquel estado original de confusión y oscuridad para inundarlos de su luz.
Es indudable la relación que guarda el texto de Pentecostés con la narración dramática que nos ofrece el Génesis sobre la torre de Babel. Es inútil tomar los textos al pie de la letra y buscar dónde y cómo quedó esa dichosa torre. La ocasión la propiciarían los bellos edificios del Oriente Medio que circundaban al pueblo de Israel, pero la verdadera inspiración la obtendría de observar con detenimiento el corazón de los hombres: siempre que hay ambición y se quiere llegar a ser el más grande, lo que se provoca es confusión y divisiones. Los más graves problemas nacen del egoísmo y la ambición del hombre. Cuando el corazón se deja invadir por el deseo de poder y se infla de orgullo, siempre se olvida de los hermanos y provoca destrucción, miseria y dolor. Tanto en la antigüedad como en nuestros días es muy claro que nunca podrá el poder, ni el orgullo construir sueños que abarquen a todos los hombres. Siempre buscará utilizar a los hermanos para sus propios propósitos y dejará a Dios a un lado porque le estorba y lo cuestiona. Pentecostés es todo lo contrario: los pequeños que parecen que hablan idiomas distintos pueden encontrarse en el lenguaje común del amor y del evangelio. Los débiles que no encontraban fuerzas para oponerse a la injusticia y temerosos se escondían en la oscuridad, lanzan su grito jubiloso proclamando la Buena Nueva del Evangelio. Todos la entienden, todos la viven, todos la comparten, porque el amor une los corazones más diversos.
“Envía, Señor, tu Espíritu, a renovar la tierra” La súplica del salmista hoy se hace más realidad que nunca: encontramos una tierra destruida y saqueada, una tierra invadida de injusticias y dolor, una tierra que está a punto de colapsar por la insaciable voracidad de los hombres ¿Cuánto nos durará el agua necesaria para subsistir? ¿Seguiremos destruyendo nuestro planeta? Sólo unos cuantos tienen lo necesario para vivir y ese no es el plan de Dios. El plan de Dios es una creación que sea alimento y patrimonio de toda la humanidad, para que todos puedan vivir con dignidad, para que todos tengan opciones de alimento y de trabajo, que todos puedan acceder a la educación y a los bienes necesarios. San Pablo les expresa esta necesidad a los Corintios basándose en la misma constitución de la humanidad que tiene un solo Espíritu. Es cierto que serán muy diferentes las razas y las maneras de pensar, indudablemente se tendrán culturas diferentes e idiomas distintos, pero el Espíritu es el mismo. La bella comparación de un cuerpo compuesto por muchos miembros donde no se distingue a judíos de paganos, nos tendría que llevar también a nosotros a una verdadera revolución en nuestro pensamiento y en nuestras actitudes: no puede el otro ser visto de otra manera que como parte de ese cuerpo. No se puede considerar al otro como extraño ni enemigo. Es hermano en el Espíritu. Que diferente sería si nos miráramos todos como parte de ese cuerpo, aunque como miembros fuéramos distintos.
En la secuencia que este día entonamos, me sorprende este grito que brota de lo profundo del corazón: “Ven ya, Padre de los pobres” Se expresa toda el ansía de quien está sufriendo y busca el consuelo. De hecho, más adelante se resalta esa bella imagen del Espíritu como “pausa en el trabajo y consuelo en medio del llanto”. Y es lo que hace el Espíritu. En este día de Pentecostés abramos nuestro corazón y con mucha valentía pidamos que venga a sanar las heridas, que lave nuestras inmundicias, que fecunde nuestros desiertos y doblegue nuestras soberbias. No tengamos miedo: el Espíritu endereza, alienta, fortalece y anima. Pero se requiere la participación abierta de cada uno de nosotros. Que sepamos abrir las puertas cerradas, que no escondamos las heridas, sino que dejemos que el soplo del Espíritu sea un remanso de paz en medio de tantas tormentas.
Dios nuestro, Espíritu creador, Luz de toda luz, Amor que está en todo amor, Fuerza y Vida que alienta en toda la Creación: derrámate hoy de nuevo sobre toda la creación y sobre todos los pueblos, para que buscándote más allá de los diferentes nombres con que te invocamos, podamos encontrarte, y podamos encontrarnos, en Ti, unidos en amor. Amén.
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