Sagrado Corazón de Jesús

Reparación y consagración

Sagrado Corazón Jesús
Imagen del Sagrado Corazón de Jesús © Cathopic

Luis Miguel Castillo, sacerdote de la archidiócesis de Valencia, España, y rector de la Basílica Sagrado Corazón de Jesús, comparte con los lectores de Exaudi este artículo sobre la Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

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La Solemnidad del Sagrado Corazón es la última de las fiestas del Señor celebradas tras la Pascua (después de la Ascensión, Cristo Sumo y Eterno Sacerdote y Corpus Christi) y, aunque la devoción y el culto al Corazón del Salvador comenzó ya desde la antigüedad de la Iglesia, tuvo un gran impulso con san Juan Eudes (1601-1680), santa Margarita María de Alacoque (1648-1690), monja de la Visitación en Paray-le-Monial, y san Claudio de la Colombière S.I.(1641-1682), habiendo sido introducida la fiesta en el calendario litúrgico en tiempos relativamente recientes con Pio XI.

Pensemos pues, que es una fiesta especialmente apropiada para el hombre de nuestros días. Se celebra el viernes posterior a la octava de Corpus Christi, de acuerdo a lo revelado a santa Margarita María de Alacoque por voluntad de Jesucristo: “Te pido que el primer viernes después de la octava del Corpus se celebre una fiesta especial para honrar a mi Corazón, y que se comulgue dicho día para pedirle perdón y reparar los ultrajes por él recibidos durante el tiempo que ha permanecido expuesto en los altares. También te prometo que mi Corazón se dilatará para esparcir en abundancia las influencias de su divino amor sobre quienes le hagan ese honor y procuren que se le tribute” (cuarta revelación en el curso de la octava del Corpus Christi del año 1675).

Como toda fiesta en la Iglesia, hay que contemplarla desde su perspectiva bíblico-litúrgica. Toda la historia de salvación surge por amor, ya que Dios busca la sanación del hombre caído, tras el pecado de origen, a través de la sanación de su corazón, al que promete un corazón renovado, capaz de vivir de amor y para el amor os daré un corazón nuevo, os quitaré vuestro corazón de piedra y os daré un corazón de carne (Ez 36, 26).

Tal que el ser humano deje de tener un corazón duro que no teme a Dios ni respeta al hombre (cf. S. Bernardo, libro I de la consideración), y adquiera un corazón capaz de Dios, capaz de recibir el gran don del Espíritu, puesto que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5).

Esta acción divina que traza en la historia una voluntad universal de salvación, culmina mostrando el Corazón de Jesús, el corazón del Salvador del género humano, que es fuente de vida y salvación, sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación (Isaías 12, 3), rezamos en el salmo responsorial de la Misa de esta fiesta en el presente ciclo B. 

De hecho, la tradición patrística convergía en presentar al Corazón de Cristo como fuente de vida, cor Christi Fons vitae, es S. Ambrosio quien exclama: 

Bebe a Cristo, pues es la roca de la que brota el agua

Bebe a Cristo, pues es la fuente de la vida

Bebe a Cristo, pues es la corriente cuya impetuosidad alegra la ciudad de Dios

Bebe a Cristo, pues Él es la paz

Bebe a Cristo, pues de su cuerpo fluyen corrientes de agua viva

 (Comentario a los Salmos 1, 33). 

Jesús mismo, en la fiesta de los tabernáculos, había exclamado “El que tenga sed que venga a mí, el que cree en mí que beba” (Jn 7, 37), y el Evangelio narra cómo, al morir el Señor en la cruz, “un soldado le traspasó el costado y al punto salió sangre y agua” (Jn 19, 31), dato que los Padres de la Iglesia interpretan místicamente como los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo, que edifican la Iglesia.

Se conecta así el culto al Sagrado Corazón de Jesús y la vida sacramental de la Iglesia, que brota del Sagrado Corazón. Fue san Agustín quien estableció una bella tipología entre Adán–Eva y Cristo-Iglesia al contemplar esta escena evangélica de la muerte del Salvador: “Adán duerme para que surja Eva, Cristo muere para que nazca la Iglesia, Eva es formada del costado del durmiente, Cristo es atravesado con la lanza después de la muerte, para que broten los sacramentos, base de la Iglesia” (S. Agustín, Tratados sobre el Evangelio de S. Juan 9, 10)

El Dios vivo, Padre de Cristo, que se ha inclinado ante la humanidad en la Encarnación de su Verbo, no se ha reservado impasible en su silencio y soledad abismal, sino que revela su misericordia diciendo por el profeta Oseas: “Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas” (Os 11, 8). Dios tiene, pues, corazón, si hablamos de forma figurada, y manifiesta en Cristo los movimientos propios de un corazón rico en misericordia.


Imitemos por tanto a Cristo que nos dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29), y seamos más tiernamente humanos, más misericordiosos, más prontos al perdón, más humildes, no devolvamos mal por mal, no miremos a los demás por encima del hombro, no estemos demasiado seguros de nosotros mismos, porque nuestra fortaleza consiste en confiar en el Señor. 

Esta entrañable solemnidad expresa que el Redentor posee un corazón capaz de amar y de sufrir de igual forma que los corazones de los hombres y, además, esta fiesta nos recuerda cuán necesario es tratar con el Señor de corazón a corazón, sobre todo en estos tiempos en que estamos tan tentados de dispersión en una sociedad que vive tan aprisa como superficialmente y en la que estamos sometidos a un gran estrés de información y actividad. 

La solución a nuestros males derivados de la dispersión en la que vivimos será volver al corazón, como nos invita san Agustín, vuelve a tu corazón y desde él asciende hasta Dios. Si vuelves a tu corazón, vuelves a Dios desde un lugar cercano a ti (S. Agustín, sermón 311) y, conquistado nuestro corazón, podremos dárselo al Señor que nos lo pide con aquellas palabras “Dame, hijo mío, tu corazón” (Prov 23, 26), estableciéndose una profunda comunión de vida con Él. 

Consideremos, por tanto, que en la fiesta de hoy nos hace Cristo una llamada a vivir a nivel de corazón profundo, para conectar con Él que es manso y humilde de corazón (Mt 11, 29) y nos invita a ir a Él para hallar consuelo y descanso a nuestras fatigas existenciales, y hallaréis descanso para vuestras almas.

En definitiva, nosotros cristianos, que somos esencialmente oyentes de la Palabra y por tanto damos culto a un Deus Verbi, a un Dios de la Palabra, que se comunica, estamos llamados a acoger a Dios como Deus cordis, como un Dios del corazón, que habla desde el Corazón de su Hijo a nuestro corazón, cor ad cor loquitur (el corazón habla al corazón). Necesitamos que la Palabra nos penetre y descienda hasta el corazón, haciendo nuestro corazón semejante al de Cristo.

Aspectos fundamentales

El culto al Sagrado Corazón presenta dos aspectos fundamentales que son la reparación y la consagración, que vale la pena mencionar, aunque sea brevemente.

La idea de reparación acompaña toda la historia de salvación, en la que el hombre está llamado a expiar su pecado mediante la contrición y el rechazo del pecado (Is 2, 11-17; Mal 1,8 y 3,5). Reparar el mal supone asociarse al sacrificio de Cristo, del que depende todo valor de expiación, pues se nos llama a completar en nosotros lo que falta a sus padecimientos por la iglesia (Col 1, 24), mediante el sacrificio de nuestras vidas como mártires de forma cruenta o como confesores de forma incruenta dando así testimonio del amor, “pues nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

Este empeño de compartir con Cristo el dolor de la expiación de pecado del mundo responde a la dinámica del corazón amante que desea consolar al corazón amado en sus aflicciones y debe aceptarse sólo desde una perspectiva teologal de caridad: “El amor empuja al que ama a asociarse a la suerte del amado, por lo que el fiel busca compensar las ofensas hechas al Señor por los hombres, lo que se realiza participando en los padecimientos de Cristo y ofreciendo sacrificios por los hermanos” (cf. Pio XI, Miserentissimus Redemptor nn. 6;10;12).

Pio XII, en su encíclica Haurietis Aquas, afirmó que el amor y la reparación son notas típicas del culto al Sagrado Corazón y sus elementos esenciales (nn. 52;56).

Así pues, entendemos por reparación el padecer con Cristo por amor, para restaurar el amor que el pecado ha dañado. La capacidad de adherirse a los sufrimientos, a favor de la causa de Dios, obviamente crece con el aumento del amor. Este padecer consiste en aceptar con Fe, Esperanza y Caridad el sufrimiento pluriforme de la vida, pues todas las obras, oraciones, vida familiar, trabajo cotidiano, pruebas de la vida si se llevan con paciencia se convierten en sacrificio agradable a Dios por Jesucristo (LG 34).

Parecen adecuadas las palabras de san Pedro, “alegraos de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que también sea inmensa vuestra alegría cuando se revele la gloria de Cristo” (1 Pe 4,13).

Fue en la tercera revelación privada a santa Margarita María de Alacoque en 1674 cuando Cristo le comunicó: Dame el placer de suplir a su ingratitud (de aquellos de los que recibía ingratitud) cuanto puedas ser capaz, y en la cuarta de 1675 le pidió que el viernes posterior a la octava de Corpus fuese dedicado a una fiesta para honrar su Corazón reparando su honor con acto de desagravio por las injusticias que había recibido expuesto en los altares.

Junto a la reparación, el culto al Sagrado Corazón trae consigo asociada la práctica de la consagración al Corazón de Jesús. Ya santa Margarita María de Alacoque, a quien el Señor había pedido su corazón, decía que el Señor deseaba la consagración a su Corazón y ella misma escribió varias fórmulas para llevarla a cabo, consistiendo dicha consagración esencialmente en una entrega del propio corazón con confiado abandono en las manos del Señor, lo que recuerda a la admonición del libro de los Proverbios cuando dice “dame hijo tu corazón” (Prov 23, 26).

Pio XII, en Haurietis Aquas 4 afirmó: “Este culto exige de nosotros una plena y absoluta decisión de entregarnos y consagrarnos al amor de Cristo”. Pablo VI, en su mensaje para el L aniversario del Cerro de los Ángeles, del 25 de Mayo de 1969, sostenía que vivir y aplicar con realidades el mandamiento supremo del amor a Dios y al prójimo es exigencia primordial de una consagración al Corazón de Jesús, consciente y consecuente.

Y, en una alocución del 27 de Abril de 1969, dijo: “Por consagración entendemos no ya separar algo del mundo para reservarlo a Dios, sino restablecer algo en su relación con Dios conforme al orden de su naturaleza. Por lo que ordenamos todo a Dios si consagramos nuestro corazón al Señor”.

Lógicamente, esta consagración es congruente con nuestra condición de bautizados, por tanto, supone abundar en la consagración bautismal a Dios, entregándonos confiadamente al amor de Dios manifestado en el Corazón de Jesús.

La devoción y el culto al Sagrado Corazón nos conduce a la confianza en el Señor, pues amar y entregar el corazón a una persona, supone confiar en ella y Cristo inspira confianza por haber dado su vida por nosotros, lo que la piedad popular ha sabido expresar de forma concisa en la jaculatoria ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos Confío!