San Antonio Abad, 17 de enero

Padre de los monjes cristianos, copatrono de los animales

San Antonio Abad
San Antonio Abad © Biografías y vidas

Es uno de los santos más populares, al menos en España, por cuanto este día existe la tradición de llevar a los animales a las iglesias para ser bendecidos. Su biógrafo fue san Atanasio. Antonio nació en el Alto Egipto hacia el año 251, y siendo joven quedó conmovido por el pasaje evangélico del joven rico que escuchó en una iglesia. Entregó su patrimonio a los pobres (pertenecía a una familia pudiente) y emprendió una vida de severo ascetismo. Durante un tiempo su “lecho” fue un sepulcro vacío, y después las ruinas de una fortaleza militar que se hallaba en ruinas en el desierto de Nitria hasta que se afincó en un promontorio cerca del Mar Rojo morando en una humilde choza que se construyó él mismo.

Muchos jóvenes de su tiempo conmovidos por esta vida de silencio, oración y penitencia, acudían allí para materializar sus sueños de perfección en el yermo. Se había convertido en el punto de referencia para los que llevaban una vida de oración compartida a ratos comunitariamente y otras en la soledad de las oquedades que convirtieron en sus moradas. Veinte años permaneció Antonio haciendo frente a las tentaciones que querían atentar contra su castidad. La violencia de las mismas se aprecia en las palabras que dirigió a sus seguidores: “Terribles y pérfidos son nuestros adversarios. Sus multitudes llenan el espacio. Están siempre cerca de nosotros. Entre ellos existe una gran soledad. Dejando a los más sabios explicar su naturaleza, contentémonos con enterarnos de las astucias que usan en sus asaltos contra nosotros”.

La bibliografía sobre este santo ermitaño refleja las múltiples artimañas de toda índole empleadas por el maligno para seducirle. Lo intentó todo con objeto de apresarlo entre sus pérfidas redes, acosándolo de una forma tremebunda. En una ocasión en la que el rugido de la horda brutal de fieras manipulada por Satanás hacía temblar todo en derredor de Antonio, una inmensa luz desterró instantáneamente las fieras que campeaban entre tinieblas, y del mismo modo que siglos más tarde le sucedería a santa Catalina de Siena, exclamó: “¿Dónde estabas, mi buen Jesús? ¿Dónde estabas? ¿Por qué no acudiste antes a curar mis heridas?”. La voz de lo alto replicó: “Contigo estaba, Antonio; asistía a tu generoso combate. No temas; estos monstruos no volverán a causarte el menor daño”. Pero prosiguieron atormentándole durante un tiempo con otras estrategias más sutiles, hasta que el acoso del inmundo diablo que prosiguió tras él no le causaba ni la más mínima turbación. Solía decir: “Los rezos y las lágrimas purifican hasta lo más impuro”; “Los más puros son los que con más frecuencia se ven acosados por las arteras mañas del demonio”.


El denominado “padre de los monjes”, de vez en cuando abandonaba el desierto y misionaba en Alejandría combatiendo el arrianismo. Su máxima fue: “esforcémonos en no poseer nada que no nos podamos llevar a la tumba, es decir, la caridad, la dulzura y la justicia. Toda prueba nos es favorable. Si no hay tentaciones no se salva nadie”. Para todos los que se acercaban a él, que fueron multitudes, tenía un sabio consejo: “Nada es tan vano como la desesperación. Llorad, que las lágrimas lavan el alma; llorad sin descanso, hasta que la losa de plomo que pesa sobre vosotros se derrita con el calor de vuestras lágrimas”, decía a los que se hallaban al borde del desánimo, sopesando su fragilidad espiritual. Un día del año 356, siendo de avanzadísima edad, parece que superó con creces los cien años, sintió que su vida se apagaba. Y dio las últimas indicaciones a sus discípulos. Les dejó su cilicio, el único objeto material que poseía, y entregó su alma a Dios. San Atanasio conservó su túnica. Antonio fue canonizado el año 491.

© Isabel Orellana Vilches, 2018
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