Siempre orar: Reflexión de Mons. Enrique Díaz

XXIX Domingo Ordinario

Policraticus Cathopic

Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio del próximo Domingo, 16 de octubre de 2022 titulado “Siempre orar”.

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Éxodo 17, 8-13: “Mientras Moisés tenía las manos en alto, dominaba Israel”

 Salmo 120: “El auxilio me viene del Señor”

 II Timoteo 3, 14-4,2: “El hombre de Dios será perfecto y enteramente preparado para toda obra buena”.

 San Lucas 18, 1-8: “Dios hará justicia a sus elegidos que claman a él”

 El pasaje del libro del Éxodo nos presenta a Moisés haciendo oración por el pueblo de Israel que sostiene dura batalla contra los amalecitas. Cuando mantiene sus manos en alto suplicando, Israel domina, pero cuando se cansa y las baja, Amalec se impone. ¿Comprenderemos la importancia de la oración en medio de los duros combates que debemos sostener? Con la parábola de la viuda y del juez Jesús insiste en dos cosas: primeramente, la necesidad de orar sin desanimarse y en segundo lugar, la bondad y misericordia de Dios que escucha el grito de los oprimidos. Ahora que hemos sido fuertemente sacudidos por la pandemia y la violencia, muchos hemos retornado a la oración y hemos encontrado consuelo y esperanza. Muchos hemos descubierto la fuerza de la oración como un espacio de súplica, pero también de fortaleza del corazón frente a los graves peligros.


La oración es en una especie de santuario o de oasis donde podemos renovar nuestras fuerzas, donde encontramos paz, donde podemos sentirnos a nosotros mismos delante de Dios. No es algo secundario o de lo que podamos prescindir. Es algo vital. La oración es el respiro del alma, de tal forma que responde a una necesidad instintiva que debemos saciar. De la misma manera que acontece con nuestra respiración, primero respiramos y solamente después se puede preguntar el porqué. Igual, primero oramos, después nos haremos las preguntas. Para hacer la oración necesitamos prepararnos, buscar soledad y los espacios necesarios, sentirnos en presencia de Dios, tratar de mirar con los ojos de Dios. Jesús insiste en la necesidad de una oración perseverante. A algunos podría parecerles que es terquedad y egoísmo querer que Dios actúe conforme a nuestros deseos. Pero, mientras pedimos y nos colocamos en su presencia, se realiza un maravilloso movimiento: nosotros nos transformamos y buscamos “adaptar” nuestros ojos y nuestros deseos a los deseos de Dios. La oración se convierte en fuente de paz y de serenidad para afrontar las dificultades, para recibir no tanto lo que deseamos sino lo que Dios, en su bondad, dispone para nosotros.

Me impresiona este relato donde Jesús no escatima endosarle a Dios un traje de juez inicuo que a regañadientes y molesto accede a las legítimas peticiones de una viuda. Lo hace con la finalidad de resaltar la necesidad de una oración constante y confiada. Nadie más débil y solitario para pedir justicia que una viuda: sin familia, sin derechos, sin palabra, ante las injusticias recibidas, ante las indiferencias de quien debería hacer justicia; pero con una fe y una insistencia que logran doblegar la pasividad del perverso juez. Gran enseñanza para cada uno de nosotros, no porque la imagen del juez injusto case bien con un Dios que es bondad y justicia, sino porque la imagen de la viuda débil e impotente cuaja perfectamente con nuestra situación angustiosa por la injusticia, donde nuestros gritos buscando soluciones se ahogan en la sangre de los inocentes, en la corrupción de las instituciones y en el miedo de todos los ciudadanos.

La tentación de encerrarnos en nuestras propias seguridades es grande, pero sería una salida estúpida y la peor solución. Podrá haber cansancio, podrá haber oscuridad, pero no tenemos derecho a bajar las manos en actitud pesimista y derrotada. En nuestras debilidades, necesitaremos la ayuda y el sostén de los hermanos, como lo hacía Moisés para continuar implorando ayuda para su pueblo, pero jamás caeremos en la derrota y en el silencio estéril. “La resignación no sólo nos impide anunciar, sino que nos impide alabar. Nos quita la alegría, el gozo de la alabanza. Una resignación no sólo nos impide proyectar, sino nos frena para arriesgar y transformar” nos dice el Papa Francisco.

La oración cristiana es eficaz porque nos hace vivir con fe y confianza en el Padre y en solidaridad incondicional con los hermanos. La oración es eficaz porque nos hace más creyentes y más humanos. Abre nuestros oídos y nuestro corazón para escuchar con más claridad a Dios. Va limpiando nuestros criterios, nuestra mentalidad y nuestra conducta de aquello que nos impide ser hermanos. Alienta nuestro diario vivir, reanima nuestra esperanza y fortalece nuestra debilidad. Quien dialoga constantemente con Dios, y lo invoca “sin desanimarse”, como nos dice Jesús, va descubriendo dónde está la verdadera eficacia de la oración y para qué sirve rezar: sencillamente para vivir.

La parábola refleja la situación de las primeras comunidades amenazadas y en constante peligro de sucumbir en un medio hostil. Pero también refleja la situación presente en nuestra sociedad donde se hace palpable la injusticia que golpea sobre todo a los marginados e inocentes. El grito de la viuda es el mismo grito que no cesa día y noche como una oración de los oprimidos por un sistema injusto y por una guerra sin sentido. Es el grito desesperado del pequeño y débil que se siente impotente y sin confianza en sí mismo y que no tiene más remedio que acudir a Dios para resolver sus conflictos. Sin embargo, la actitud de la viuda no manifiesta conformismo o indiferencia: su oración está sostenida por una fe y una constancia que son capaces de doblegar los obstáculos más fuertes. De la oración siempre salimos fortalecidos para afrontar los riesgos y los peligros con una nueva seguridad.

Jesús, el hombre de oración permanente, nos enseña la necesidad de orar siempre y sin desfallecer. Y nos lo demuestra en los peores momentos de su vida. Su grito angustioso colgando del madero: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, sin encontrar una respuesta aparente, viene seguido de la actitud confiada abandonándose en las manos de su Padre: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.  Así será nuestra oración: grito constante en el peligro, súplica insistente ante la prueba, pero abandono confiado en el abrazo misericordioso del Padre.

Padre Misericordioso, ante nuestra impotencia y nuestra desesperación frente al mal y a la injusticia, nos abandonamos a tus manos bondadosas para que hagas brillar tu justicia sin tardar. Amén.