Tras las huellas de Jesús: Reflexión de Mons. Enrique Díaz

XXIII Domingo Ordinario

Cathopic mariavis


Mons. Enrique Díaz
 comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio del próximo domingo 4 septiembre de 2022, titulado, “Tras las huellas de Jesús”.

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Sabiduría 9, 13-19: “¿Quién es el hombre que puede conocer los designios de Dios?”

Salmo 89: “Tú eres, Señor, nuestro refugio”

Filemón 9-10. 12-17: “Recíbelo, no como esclavo, sino como hermano amadísimo”

San Lucas 14, 25-33: “El que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo”

 Dando tumbos por el áspero sendero va trepando ruidosa la troca que se ha conseguido para acercarnos un poco a las más lejanas comunidades de la misión Guadalupe. Es nueva la terracería, si así se le puede llamar, mal hecha, rodeada de profundos barrancos, empinadas cuestas y peligrosas curvas. El chofer ha hecho su mejor esfuerzo y desde las cinco de la mañana ha limpiado, lo que se puede, su vehículo, le ha puesto unas banderitas, ha buscado música a propósito para el obispo, y está feliz de conducirnos por aquellos dificultosos caminos. De repente en una bajada pronunciadísima, el motor, dando unas bocanadas, se niega a seguir y para en seco. Varios intentos y no responde al encendido. ¿Qué pasa? A cual más, buscamos solución al problema: la batería, el encendido, unos cables sueltos… Ya se sabe en esos casos, todos somos expertos mecánicos. Pero nada ni nadie logra encenderlo. Pasado un buen rato, por fin se le ocurre a alguien: “¿Cómo está de gasolina?” La cara del chofer se descompone de vergüenza… “¡En todo pensó menos en la gasolina!” El tanque estaba completamente vacío. Hay cosas que son bonitas, hay cosas que son importantes, pero hay algunas que son indispensables.


Una y otra vez ha insistido el Papa Francisco que el Evangelio y un coherente actuar nos ponen en seguimiento de Cristo: “El mundo necesita cristianos que sepan mostrar con su vida la belleza del Evangelio; que sean tejedores de diálogo; que hagan resplandecer la vida fraterna; que difundan el buen perfume de la acogida y de la solidaridad; que protejan y custodien la vida”  Siempre insistiendo en la centralidad de la Palabra y el encuentro con Jesús y con los demás.

Quizás a muchos les parezca sorprendente y hasta intolerable lo que nos presenta hoy el evangelio, para Jesús no es así: hay cosas importantes, hay cosas hermosas, pero hay cosas que son indispensables y que son primero. Para Jesús lo más importante es el Reino de los cielos y nada se puede comparar con la decisión de ser fiel a su construcción. Tres valores que parecerían insustituibles para toda persona pero que confrontados con el seguimiento de Jesús perderían su prioridad son presentados por el Maestro: la familia, el propio valor y todos los bienes. Todos nosotros ponemos como prioridad la familia y cuando se descompone, nos descomponemos también nosotros. Una familia desunida pierde la estabilidad necesaria para proteger a sus miembros y defender su honor. Sobre todo en tiempos de Jesús la familia pide fidelidad total. Pero Jesús no lo ve así sino que hay algo más importante: el reino de Dios que está brotando y que pide todas las energías disponibles. Jesús sabía que aquellas familias estaban controladas por la autoridad indiscutible del padre y que todos vivían sometidos a sus decisiones. Jesús pide libertad. No es el rigorismo que impone leyes, es el amor que llena el corazón y que impulsa a crear nuevos lazos, a ampliar la familia, a tener nuevas relaciones. Jesús quiere encender en sus discípulos el fuego que arde en su corazón y como Él está dispuesto a todo por el reino, quiere que todos sus seguidores alberguen en su corazón la misma pasión. No es que esté contra la familia, sino que busca darle incluso un fundamento más firme a la familia. Un fundamento no basado solamente en leyes y consanguinidad, sino en el fuego del amor. Pero si la familia esclaviza o ata, tiene que prevalecer el amor.

Ya desde aquellos tiempos, pero ahora suena más terrible la segunda exigencia: negarse a sí mismo y cargar la cruz. Tanto se ha insistido en el valor de la propia persona que parece que todo se centra en una autocontemplación y una autocomplacencia. “Nadie hay más importante que yo”, “quiérete primero a ti mismo”, “si no te cuidas tú ¿quién te va a cuidar?”… Son algunas de tantas frases que buscan fortalecer y afianzar la propia personalidad colocando al individuo como centro del universo. Y tendrían razón, porque nada hay más valioso que la propia persona, pero cuando se adopta una actitud narcisista y autocomplaciente, termina por caer como ídolo de barro. La persona tiene que tener una referencia importante hacia Dios y hacia su reino. Por eso Jesús exige que quien lo siga, se niegue a sí mismo, no en el desprecio masoquista, sino en la valoración real, dándole a Dios su verdadero lugar. Cuando se sabe amada por Dios, cuando se reconoce con una misión especial, cuando se entiende como una parte fundamental de la fraternidad, la persona adquiere su verdadero sentido. La cruz no consiste en soportar injusticias gratuitas o en añadir sufrimientos a la dura jornada, sino en asumir las consecuencias que provoca el seguimiento de Jesús, la construcción del reino y el amor a la verdad.

“Cualquiera que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”, parecería ésta la condición más lógica pero quizás sea la más difícil. Nos hemos enamorado tanto de los bienes, que parecen una simbiosis del hombre moderno, a tal grado que muchos valoran al hombre por los bienes que tiene. Muchos se han suicidado al perder sus posesiones porque ya no le encuentran sentido a la vida… y sin embargo son cosas superficiales según la expresión de Jesús. Para Él lo llena todo el Reino y vive feliz proclamando su amor y su justicia. Junto a Él se respira un aire nuevo, inusitado y único, su presencia lo llena todo. Él es el centro e irradia nueva luz, sus curaciones, su predicación, sus preferencias por los pobres, todo manifiesta la presencia del amor de Dios, del reino que llega e invade todo. ¿Mucho soñar? Para quien ha estado enamorado no le parece extraño que el amor todo lo transforme y todo lo condicione. Y si nuestro amor es el amor que recibimos y damos al Padre, entonces no tiene comparación. Cuando se entra en la dinámica del amor del Padre, lo propio deja de ser de uno y es de quien lo necesita y se ofrece con gusto. Sólo desde la libertad que da el desprendimiento se puede hablar de justicia, sólo desde la pobreza se puede luchar contra ella, sólo desde el amor se puede construir una nueva sociedad: el reino de Dios.

Hay quienes quisiéramos quitar el aguijón al Evangelio y que las palabras de Jesús fuesen menos radicales, pero el Maestro es tremendamente exigente. No nos hagamos ilusiones: ¿hemos hecho una cruz blanda a nuestra manera? ¿Suavizamos el cristianismo hasta convertirlo en una religión insípida y sin compromiso? ¿Nos entretenemos en las cosas buenas pero secundarias, sin llegar al centro del evangelio? Optar por la cruz de Jesús no es optar por el sufrimiento pasivo o la indiferencia ante circunstancias que podemos cambiar. Es optar por la vida aun a riesgo de encontrar contrariedades y problemas. Es morir en la cruz para esperar la Resurrección.

Dios y Padre Bueno, que en la cruz de Jesús signo de contradicción, nos has dejado la señal del triunfo verdadero, ayúdanos a escuchar su invitación a cargar su cruz, y danos el coraje y el amor necesario para dejarlo todo por el Reino de los cielos. Amén.