El cuidado, la fragilidad y el bien de los lazos familiares

«Los pequeños amores»

La película Los pequeños amores de la cineasta, Celia Rico, resignifica el valor del cuidado, la fragilidad y el bien de los lazos familiares para descubrir lo primordial de la palabra yo-tú que ahuyenta soledades. Desde un vitalismo esperanzado, Rico diluye las exigencias de perfección de los vínculos y la excentricidad individualista de que la familia sea un lugar de paso o que cada uno se construya a sí mismo según sus deseos. La directora vuelve al epicentro del universo femenino, las relaciones entre madres e hijas, en diálogo con su ópera prima, Viaje al cuarto de una madre (2018).  Aquel nido vacío se convierte en lugar de reencuentro de dos mujeres solas con secretos, temores, visiones opuestas y roles trastocados (ahora, la hija debe cuidar a la madre­) que tienen ante sí el desafío de descifrar silencios, compartir heridas sin bordes y abrazar efímeros instantes de felicidad modesta.

Ani (Adriana Ozores), comparte con su perro Titán las calurosas noches de verano en su casa de campo, peleándose con los enchufes, el ventilador y el abanico. Con sesenta y tantos años tiene asumidos los sofocos nocturnos, la viudedad, las arduas tareas de mantenimiento de su casa de campo, comer sola un gazpacho y, sobre todo, los silencios que únicamente rompe cuando consulta con su tablet a Siri —el servicio de asistencia virtual de Apple— cualquier duda. Por ejemplo, cómo evitar las molestas burbujas al pintar una pared, si es mejor utilizar rodillo o pistola y si es conveniente aplicar un sellador a la superficie antes de aplicar la pintura.

La cineasta sevillana, Celia Rico, atrapa la atención del espectador desde las primeras escenas de su película Los pequeños amores al compartir las rutinas cotidianas de Ani. Resulta imposible no tener el corazón en un puño al verla rascar la fachada de la casa, subida a una escalera de puntillas y tambaleándose, porque desconfía de que alguien pueda hacer cualquier tarea mejor que ella misma o de que la engañen con el precio. Pero, la cotidianidad de Ani se ve radicalmente alterada cuando sufre un accidente, no al resbalar de esa escalera como cree el espectador que va a suceder de un momento a otro. Ani cae y se fractura una pierna durante otra de sus rutinas, los paseos con Titán por el campo. Entonces, Teresa (María Vázquez), en plena crisis vital de los cuarenta y en un momento de incertidumbre por su futuro afectivo, viaja desde Madrid para instalarse en la casa familiar —un lugar lleno de recuerdos de adolescencia y juventud— a fin de poder cuidar a su madre y ayudarla en la rehabilitación. Aunque, sus planes de verano eran otros. El más importante, encontrarse en Massachussets con un hombre con el que tiene la ilusión de establecer una relación e intercambia canciones por wasap.

En este punto, el segundo film de Celia Rico entabla un diálogo con su primer largometraje, Viaje al cuarto de una madre (2018), en el que Estrella (Lola Dueñas) y su hija Leonor (Anna Castillo) ven cómo cambia su mundo en común cuando la joven planea emanciparse y viajar a Londres, pero teme decírselo a su madre porque ambas viven solas y mantienen un fuerte apego. Estrella se debate entre el deseo de retenerla a su lado y el anhelo de su hija de abandonar el nido. En Los pequeños amores, el nido largamente vacío, es lugar de reencuentro de otra relación materno-filial que rezuma verdad y que Rico explora con maestría, la de Ani y Teresa. Aunque, los papeles han cambiado y ahora es en la hija sobre la que recae la responsabilidad del cuidado de la madre. A ello se añade que son dos mujeres adultas frente a frente.

Desde el principio, la obligada convivencia hace evidente la distancia entre ambas, la falta de comunicación y la dificultad para ponerse de acuerdo, incluso es las cuestiones más triviales como la cantidad de vinagre que ha de llevar un gazpacho, si se ha de contratar unos pintores para proseguir con la rehabilitación de la fachada de la casa, si es mejor lavar las sartenes a mano o en el lavavajillas, o si el bruxismo que ambas comparten se resuelve con una férula en la mandíbula superior o inferior.

El proceso de apertura y la influencia de Jonás

El tiempo juntas transcurre de forma anodina, salvo por las discusiones, los reproches mutuos y algún zasca de Ani sobre las equivocaciones de Teresa para encontrar pareja que removerán los días y las noches estivales. La aparición de un tercer personaje, Jonás (Aimar Vega), un joven pintor y albañil, no sólo es una bocanada de aire fresco en la vida de las dos mujeres, sino que resulta providencial para rebajar la tensión entre madre e hija e insuflar ternura, espontaneidad y alegría en la casa.

Jonás contacta fácilmente con Teresa y, poco a poco, derriba los muros que ambas mujeres han construido para disimular el temor a la soledad, blindar secretos y otros miedos, así como defender una autonomía concebida desde el “yo no necesito a nadie”. A medida que avanza la película y gana espacio la presencia del personaje masculino, Ani y Teresa comienzan a experimentar una felicidad humilde en efímeros instantes y gestos cotidianos que, a primera vista, resultan insignificantes, pero están cargados de valor. Uno de esos momentos es cuando las dos miran un antiguo álbum de fotos en el que hay retratos del bautizo de Teresa, cuando su padre estaba todavía vivo y Ani verbaliza lo atractivo que le resultaba el bigote de su esposo.

La amargura de la madre frustra constantemente la necesidad de reconocimiento de su hija. Ani no expresa a Teresa lo orgullosa que está de ella, algo que sí confesará a Jonás a espaldas de ésta. También rechaza, de forma sistemática, las propuestas de hacer juntas algo novedoso, como ir a un pequeño lago, frecuentado por la gente del pueblo, por vergüenza a que la vean en una silla de ruedas. Si bien, en esta negativa se puede percibir resentimiento, no es descabellado reconocer el peso en la mujer que envejece de la exigencia de modelos sociales que sólo encuentran la belleza femenina en la juventud.

La relación materno-filial tiene un punto de inflexión una noche en la que, tras una acalorada discusión, Teresa se acuesta al lado de su madre, buscando la reconciliación. Ambas abren su corazón y se confiesan algunos secretos y dolores que, al compartirlos, borran los bordes de las heridas e igualan las relaciones. Ani revela que, años después de la muerte de su esposo, conoció a un hombre más mayor, pero que los egoísmos y las manías de cada uno hicieron inviable aquel vínculo. Por su parte, Teresa relata que el hombre con el que se iba a encontrar en Massachussets en estas vacaciones es de Madrid, está casado, tiene una hija y parece no tener claro la relación. “¿Y tú, lo tienes claro?”, le pregunta la madre. La conversación y, especialmente, este interrogante son reveladores para que la hija se dé cuenta de que está en un proyecto sin futuro. En efecto, resulta imposible para ella poder hablar con él (al que llama tú, en los audios de wasap y no pronuncia su nombre en ningún momento). El vínculo no pasa de la superficialidad de los mensajes y del trueque esporádico de alguna canción. A partir de esa conversación sincera en la que ambas mujeres se reconocen, el trato se torna más benevolente y amoroso.

La trama del film desborda belleza en un final que, de mera sencillez, ralla lo sublime, cuando Teresa regresa a Madrid porque su madre ya se ha recuperado y se atisba con claridad el cambio de la relación entre Ani y Teresa. El espectador tiene la misión de rellenar el silencio, tras el audio que la madre envía a su hija y que confirma la transformación desde el sentir de un proceso de apertura en las dos mujeres que ha ampliado los horizontes del Ser. En ese instante, otro detalle de la película que parecía insignificante cobra valor e importancia. Teresa vuelve a casa con un diente que encuentra, casualmente, en uno de sus paseos por el campo y que, a posteriori, conoce que podría pertenecer a un antepasado del neolítico porque el hallazgo se produce cerca de unas excavaciones. Los espectadores pueden verlo como un simple fetiche o el guiño de Celia Rico a aquello que conecta a la humanidad con sus antepasados, como raíz y pertenencia. Como afirma el paleontólogo, Juan Luís Arsuaga, la naturaleza es un templo sin paredes y la prehistoria la llevamos dentro2 .

Biología y misterio

Al filósofo personalista, Gabriel Marcel, pertenece la idea de que la familia desborda la relación biológica y se entrevera con otras realidades que tienen que ver con lo mistérico y sagrado de la vida humana y de nuestra interrelacionalidad 2. En ésta se encontrarían nuestros amores, grandes y pequeños, que nos constituyen y trastocan nuestro yo egoísta. La película de Celia Rico, hecha de muchas capas, plantea también cómo pueden responder los hijos al amor de la familia. Y, en especial, la directora toca con una extraordinaria sensibilidad cómo aprenden a cuidar las mujeres que, pasados los cuarenta, no tienen hijos porque lo hayan querido así, sino porque se han desvanecido proyectos amorosos compatibles con la maternidad. La misma directora explica en una entrevista promocional que ésta es una película sobre “la hijidad”, si existiera esa palabra en nuestro vocabulario para nombrar la condición de ser hijos que compartimos todos por imperativo. «Ser ‘siempre hija’ es el telón de fondo de esta historia, en la que he intentado navegar por la biografía emocional de una mujer en sus cuarenta y preguntarme sobre los modos posibles de sostener la vida y el amor a determinadas edades, cuando los padres se hacen mayores o ya no están, cuando los proyectos amorosos se desvanecen o no tienen como fin formar una familia». 3


Por otro lado, también resulta oportuno reflexionar sobre los mandatos de género, históricos y sociales, que Carol Gilligan denominaba “cajones mentales dominantes”. Estos han determinado que las madres tienen el rol del cuidado y los hijos de recibirlo, algo que ha conformado marcos de relación desiguales y que pueden hacer caer a éstos no sólo en miradas exigentes e injustas hacia las madres, sino también que no se responsabilicen e impliquen en los cuidados.

En tiempos de crisis de la familia por acciones sociales y políticas —parte del proyecto ideológico de deconstrucción de lo humano— que debilitan estos lazos de comunión entre personas, resultan valiosas las miradas atentas y esperanzadas, como las de este film, que corrigen la nuestra para que nos volvamos a lo que es urgente atender.

Decía García Lorca que la gente no va al teatro a ver qué pasa, sino a ver qué nos pasa. No creo que sea traicionar al escritor si extendemos su luminosa intuición al cine y, concretamente, a esta película, en la que, aparentemente, no pasa nada extraordinario, pero, sin embargo, nos pasa mucho por dentro. Es la forma, en palabras de Bresson, de reconocer como buena película, la que nos ofrece una consideración elevada del cinematógrafo 4 . Ésta lo hace con creces.

Amparo Aygües – Master Universitario en Bioética por la Universidad Católica de Valencia – Colaboradora del Observatorio de Bioética

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[1] Arsuaga, J. L y Millás, J. J. (2020). La vida contada por un sapiens a un neandertal. Barcelona: Alfaguara.

[2] Marcel, G. (1998) Homo viator. Salamanca: Sígueme.

[3] https://filmand.es/celia-rico-los-pequenos-amores-no-sobre-la-maternidad-sobre-la-hijidad/.

[4] Bresson, R. (1997). Notas sobre el cinematógrafo. Madrid: Árdora.