Francisco. Impronta Humana y Religiosa de un Papado
Un pontificado marcado por la humanidad, la fidelidad evangélica y una espiritualidad profundamente enraizada en el amor a Dios y a los más frágiles

En la «bolsa de viaje», como denominaba a su autobiografía nuestro querido y llorado papa Francisco, hay sobrados testimonios de la fe de un hombre humano y religioso. Humanidad y fidelidad a la vocación a la que fue llamado por Cristo son, a mi modo de ver, dos de los rasgos característicos de una personalidad alimentada por el respeto y cariño hacia los suyos, la memoria de sus raíces, el reconocimiento del ímprobo esfuerzo que debieron hacer para salir adelante en un nuevo mundo tras haber superado la difícil y dolorosa travesía que les alejó de su tierra natal: Italia, y la gratitud, siempre la gratitud en sus labios, como hemos tenido ocasión de comprobar durante sus doce años de pontificado.
Sin respeto, sin gratitud y sin conciencia de fragilidad humana y espiritual se tuerce el crecimiento personal cual árbol herido por los huracanes del día a día. El pequeño Jorge tuvo como escenario un barrio humilde, un crisol de culturas en las que se entrelazaban diversas creencias y circunstancias, vinculadas en su mayoría por un nexo común: la emigración. Vio de cerca el drama de la pérdida en su más amplio espectro, involucrándose directamente en la tutela de vidas torturadas por diversos motivos. Experiencias personales de su infancia y juventud en las que profundizó al observar pecados que merman la grandeza con la que hemos sido creados los seres humanos, con el Evangelio en la mano le dispusieron a comprender y acoger en su corazón misericordioso a los desvalidos fueran cuales fueran las razones que les llevaron a sumergirse en los profundos océanos del error. Unos atormentados por sus equivocaciones, y otros al ser víctimas de pasiones ajenas. A ninguno les faltó su consuelo, y el afecto entrañable y cercano les acompañó siempre, también desde las estancias vaticanas. Eran llamadas telefónicas, cartas, mensajes… Los rostros del dolor que tuvo cerca los sepultó entre sus brazos queriendo enjugar sus lágrimas. La compasión fue otro de los signos externos de su humanidad.
El hombre religioso no fue sin el humano. No existe tal separación. Proyectamos en otros lo que somos. Y el papa Francisco trajo consigo a Roma el aire fresco del consagrado que ha sido fiel al fiat que pronunció al ser llamado por Cristo. Era un asceta. La vivencia de sus votos era diáfana. La pobreza caracterizó su vida. Hasta su testamento final pone de manifiesto la sencillez, la humildad y sobriedad conocidas. Pobreza que vivió con alegría, característica del auténtico desprendimiento interno y externo. No sólo el nombre elegido al iniciar su pontificado traslucía su amor por los pobres y marginados. Al no ser un teórico de la pobreza, ya desde el primer momento puso los signos que le han caracterizado: los hábitos corales que eligió y su preferencia por vivir en familia, lo propio de una comunidad religiosa.
Como Vicario de Cristo íntimamente debió abrazarse muchas veces a una cruz que vendría envuelta en múltiples sinsabores, además de la soledad que conllevaba su altísima misión: el descrédito, la desobediencia, la crítica malsana, lo que supone ir contracorriente, las incomprensiones y maledicencias, etc., pero se mantuvo firme y actuó con fe y fortaleza. Nunca se le ha oído quejarse de los que mostraban agrio desacuerdo con sus decisiones. Miraba siempre adelante. Y así obedeció a la voz del Espíritu Santo que marcaba una época nueva en la Iglesia. Y en doce años ha llevado la barca por otras sendas. No hay que temer a los cambios porque conllevan enorme riqueza; entre otras, socavan las rutinas que destruyen todo a su paso. La obediencia de Francisco era la de un religioso, la de un misionero. Estaba marcada por la disponibilidad, el espíritu de servicio, el ardor de un apóstol que no entiende de fronteras.
Hablaba del diálogo y de la escucha porque sabía bien el peso crucial que tienen para la convivencia. Fue una adalid de la paz y de la unidad, valoró y respetó otras creencias cerrando muros y abriendo puentes. No le tembló el pulso cuando se trató de denunciar y erradicar crímenes contra la vida, la inocencia, la vulneración de conciencias… Siempre en el horizonte personal, que trasladaba por activa y por pasiva a cada uno de nosotros, la vivencia incansable de la santidad.
De su admiración por el papel de las mujeres en la familia y en la sociedad él mismo ha dado cuenta ensalzando la presencia femenina a la que ha abierto puertas en el Vaticano antes vedadas para ellas. Los calificativos que les ha dedicado están en las hemerotecas. Nunca ha ocultado su satisfacción al ver los frutos de su trabajo. Eso también lo aprendió en el seno familiar. Su abuela, su madre y otras mujeres cercanas le hicieron ver su valía. Lo iba a recordar a tiempo y a destiempo. Habiendo experimentado las mieles del enamoramiento juvenil, maduró emocionalmente manteniendo intacta su vocación, consciente de que todo sirve para discernir de una vez por todas el verdadero camino al que Cristo llama cuando elige a una persona para seguirle. Y tuteló la virtud de la castidad con determinación y fortaleza. Así, cuando de manera fortuita saltaron en la pantalla del televisor imágenes improcedentes que le causaron cierta turbación, actuó como indica el Evangelio: si tu ojo te escandaliza… sácatelo. Cumpliendo a rajatabla la promesa que hizo, jamás volvió a ver la televisión. Toda palabra dada a Dios se alimenta con la oración; es lo que hizo Francisco que durante toda su vida se encomendó a la Virgen María y a san José.
Son pequeños destellos de la espiritualidad de este gran pontífice que hoy velamos y por el que damos gracias a Dios que nos permitió ser bendecidos por él horas antes de llevárselo consigo. Gratitud que sentiremos siempre por este amado Papa que se dio a sí mismo entregándonos sus oraciones y sufrimientos hasta exhalar su último aliento. Descansa en paz, querido Francisco.