Con Dios cerca en la amargura, vuelve a florecer la esperanza

El Santo Padre celebró la misa en sufragio de los cardenales y obispos fallecidos durante el año

Dios amargura esperanza
El Papa Francisco preside Misa en sufragio por cardenales y obispos fallecidos, 4 nov. 2021 © Vatican Media

El Papa Francisco invitó a mirar “con otros ojos la adversidad”, a confiar en Dios que nos acompaña incluso en los momentos de dolor y amargura y hace renacer la esperanza. Porque “lo que parece un castigo resultará ser una gracia, una nueva demostración del amor de Dios por nosotros”.

En el Altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro el Santo Padre ha presidido en la mañana de hoy, 4 de noviembre de 2021, la Misa en sufragio de los cardenales y obispos fallecidos en el último año. En este mes de noviembre dedicado especialmente a la oración por nuestros queridos difuntos, el Santo Padre celebró la Misa en el cementerio militar francés y luego fue a rezar a las tumbas de los Papas.

Estas son las palabras del Pontífice traducidas del italiano por Exaudi.

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En la primera lectura escuchamos esta invitación: “Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor”. Esta actitud no es un punto de partida, sino un punto de llegada. El autor, de hecho, llega a ella al final de un viaje, un camino accidentado, que le ha hecho madurar. Llega a comprender la belleza de confiar en el Señor, que nunca deja de cumplir sus promesas. Pero la confianza en Dios no nace de un entusiasmo momentáneo, no es una emoción ni siquiera un simple sentimiento. Por el contrario, surge de la experiencia y madura en la paciencia, como le ocurrió a Job, que pasó de un conocimiento de Dios “de oídas” a un conocimiento vivo y experiencial. Y para ello es necesaria una larga transformación interior que, a través del crisol del sufrimiento, lleva a saber esperar en silencio, es decir, con paciencia confiada, con un corazón manso.Esta paciencia no es resignación, porque se alimenta de la espera del Señor, cuya venida es segura y no defrauda.

Queridos hermanos y hermanas, ¡qué importante es aprender el arte de esperar al Señor! Esperarlo mansamente, con confianza, ahuyentando fantasmas, fanatismos y clamores; conservando, sobre todo en los momentos de prueba, un silencio lleno de esperanza. Así es como nos preparamos para la última y mayor prueba de la vida, la muerte. Pero antes están las pruebas del momento, está la cruz que tenemos ahora, y para la que pedimos al Señor la gracia de saber esperar allí, justo allí, su salvación venidera.


Cada uno de nosotros necesita madurar en esto. Ante las dificultades y los problemas de la vida, es difícil ser paciente y mantener la calma. La irritación se instala y el desánimo suele aparecer. Así, puede ocurrir que nos sintamos fuertemente tentados por el pesimismo y la resignación, que lo veamos todo negro, que nos acostumbremos a tonos desanimados y lamentados, similares a los del autor sagrado que dice al principio: “Ha desaparecido mi gloria, la esperanza que me venía del Señor”. En la prueba, ni siquiera los bellos recuerdos del pasado pueden consolarnos, porque la aflicción lleva a la mente a detenerse en los momentos difíciles. Y esto aumenta la amargura, parece que la vida es una cadena continua de desgracias, como admite el autor: “El recuerdo de mi miseria y mi vagar es como un veneno”.

Sin embargo, en este punto, el Señor marca un punto de inflexión, justo en el momento en que, sin dejar de dialogar con Él, parece que estamos tocando fondo. En el abismo, en la angustia del sinsentido, Dios se acerca para salvar. Y cuando la amargura alcanza su punto álgido, la esperanza vuelve a florecer de repente. Es malo llegar a la vejez con un corazón amargado, con un corazón decepcionado, con un corazón crítico con las cosas nuevas, es muy duro. Esto es lo que pretendo llamar a mi corazón”, dice el orante del Libro de las Lamentaciones, “y por eso quiero recuperar la esperanza”. Retomar la esperanza en el momento de la amargura. En medio del dolor, los que se aferran al Señor ven que Él abre el sufrimiento, lo transforma en una puerta por la que entra la esperanza. Es una experiencia pascual, un paso doloroso que se abre a la vida, una especie de trabajo espiritual que en la oscuridad nos hace volver a la luz.

Este punto de inflexión no se produce porque los problemas hayan desaparecido, no, sino porque la crisis se ha convertido en una misteriosa oportunidad de purificación interior. La prosperidad a menudo nos vuelve ciegos, superficiales, orgullosos. Este es el camino al que nos lleva la prosperidad. En cambio, el paso por la prueba, si se vive al calor de la fe, a pesar de su dureza y sus lágrimas, nos hace renacer, y nos encontramos diferentes al pasado. Un padre de la Iglesia escribió que “nada lleva más a descubrir cosas nuevas que el sufrimiento”. La prueba nos renueva, porque deja caer muchas escorias y nos enseña a mirar más allá, más allá de las tinieblas, a tocar con nuestras propias manos que el Señor realmente salva y que tiene el poder de transformarlo todo, incluso la muerte. Él nos deja pasar por las estrecheces no para abandonarnos, sino para acompañarnos. Sí, porque Dios nos acompaña, sobre todo en el dolor, como un padre que ayuda a su hijo a crecer bien estando cerca de él en las dificultades sin ocupar su lugar. Y antes de que las lágrimas aparezcan en nuestros rostros, la emoción ya ha enrojecido los ojos de Dios Padre. Él primero llora, me permito decir. El dolor sigue siendo un misterio, pero en este misterio podemos descubrir de manera nueva la paternidad de Dios que nos visita en nuestras pruebas, y llegar a decir, con el autor de las Lamentaciones: “El Señor es bueno para los que esperan en él, para los que lo buscan”.

Hoy, ante el misterio de la muerte redimida, pedimos la gracia de mirar la adversidad con otros ojos. Pedimos la fuerza para saber vivir en el silencio manso y confiado que espera la salvación del Señor, sin quejarse, sin refunfuñar, sin dejarse entristecer. Lo que parece un castigo resultará ser una gracia, una nueva demostración del amor de Dios por nosotros. Saber esperar en silencio -sin charla, en silencio- la salvación del Señor es un arte, en el camino de la santidad. Cultivémosla. Es preciosa en el tiempo en que vivimos: ahora más que nunca no es necesario gritar, suscitar clamores, amargarse; lo que hace falta es que cada uno de nosotros dé testimonio con su vida de su fe, que es una espera dócil y esperanzada. La fe es esto: una expectativa dócil y esperanzada. Los cristianos no disminuyen la gravedad del sufrimiento, no, pero levantan la mirada al Señor y bajo los golpes de la prueba confían en Él y rezan: rezan por los que sufren. Mantiene sus ojos en el Cielo, pero sus manos están siempre extendidas hacia la tierra, para servir concretamente al prójimo. Incluso en tiempos de tristeza, de oscuridad, de servicio.

Con este espíritu, rezamos por los cardenales y obispos que nos han dejado en el último año. Algunos de ellos murieron a consecuencia de COVID-19, en situaciones difíciles que agravaron su sufrimiento. Que estos hermanos nuestros saboreen ahora la alegría de la invitación evangélica que el Señor dirige a sus siervos fieles: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”.