Educar no es complacer

La complacencia tiene que ser resultado de los logros alcanzados o por alcanzarse

(C) Pexels
(C) Pexels

Cuenta Jorge Bucay que el Maestro Sufi contaba siempre una parábola al finalizar cada clase, pero los alumnos no siempre entendían el sentido de la misma….

  • Maestro –lo encaró uno de ellos una tarde- tú nos cuentas los cuentos pero no nos explicas su significado…
  • Pido perdón por eso.- Se disculpó el maestro- Permíteme que en señal de reparación te convide un rico durazno.
  • Gracias maestro, respondió halagado el discípulo.
  • Quisiera, para agasajarte, pelarte tu durazno yo mismo. ¿Me permites?
  • Si, muchas gracias, dijo el discípulo.
  • ¿Te gustaría – ya que tengo en mi mano un cuchillo, te lo corte en trozos para que te sea más cómodo?….
  • Me encantaría… Pero no quisiera abusar de tu hospitalidad, maestro.
  • No es un abuso sí yo te lo ofrezco. Sólo deseo complacerte…
  • Permíteme que te lo mastique antes de dártelo…
  • No maestro. ¡No me gustaría que hicieras eso! Se quejó sorprendido el discípulo.

El maestro hizo una pausa y dijo:

  • Si yo les explicara el sentido de cada cuento… sería como darles a comer una fruta masticada.

La moraleja de la que sea da cuenta, va a contrapelo de aquella frase – ¿visión? – que fomenta educar para la complacencia. Este estilo presume al alumno como ‘cliente’; por tanto, se le debe dar la razón para contentarlo y anticiparse a sus deseos para satisfacerlos.

Sin embargo, siendo preciso diré que esa antojadiza frase, no aplica a la educación. Pues más que transacción, aquella es una relación. En efecto, en la acción educativa se advierte una relación entre dos sujetos (profesor y alumno) y un fundamento que la causa (el educar). A su vez, entre ambos sujetos no existe una única relación. La relación del docente hacia el alumno se especifica en la enseñanza; la relación del alumno hacia el docente se especifica en su condición de aprendiz. Siendo ambos, parte de una misma relación, el acto de enseñar es distinto al de aprender, por lo que, para que la relación persista, es el profesor quien tiene que involucrarse en mantener activo el fundamento que la causa, es decir, el educar.

La actividad del docente no se agota con la exposición didáctica de un tema, aunque sea capaz de activar los hábitos intelectuales orientados al aprendizaje. Es importante pero no es suficiente. Con el arte de la docencia se tiene que remover o mitigar aquellas limitaciones que impiden el aprendizaje personal, por ejemplo: el desgano, la flojera, la falta de comprensión, las distracciones, emociones no controladas, las disrupciones en clase…. Ciertamente, su remoción requiere de tiempo, de paciencia, de motivar, de conocer y tratar al alumno… y de autoridad para intentar su interés y compromiso para aprender.


Cifrar la educación en dar al alumno lo que quiere o le provoca se convierte en una suerte de círculo vicioso: el engreimiento – hermano menor del egoísmo – al no tener límites en sus demandas obliga a un continuo refinamiento en los modos de satisfacerlas. De no ‘romperse’ ese círculo, la tendencia resultante será formar educandos, -futuros ciudadanos- miopes: solo mirar sus derechos y preferencias con escasas habilidades para la convivencia y la solidaridad.

En el sistema educativo, la complacencia tiene que ser resultado de los logros alcanzados o por alcanzarse, supuesto el esfuerzo, el tesón, la renuncia de la comodidad, el estudio, el orden, etc.… desplegados previamente. Es verdad que las capacidades no están distribuidas de modo uniforme, hay quienes que cuentan con más facilidad para comprender, sin embargo, atender en clase representa abstenerse de charlar con el compañero; de igual modo, hacer una tarea o estudiar supone ‘liberar’ un tiempo, dejando de realizar actividades más placenteras, para destinarlo esos menesteres.

Finalmente, percibir al alumno como ‘cliente’, significa una inversión en la jerarquía de los valores, que gradualmente va calando en la formación del educando. Sin duda, el aprender y formarse es claramente un valor superior al de hacer lo que ‘me provoca o me gusta’. El primero queda incorporado como patrimonio en el alumno para disponerlo en otro momento, por ejemplo, para aprender asuntos más complicados y densos; el segundo, en cambio, se agota en sí mismo, termina al gozarlo y tiende a ‘oxidar’ las capacidades que ante una situación que las exige no acuden con la prontitud esperada.