El cine como espejo de la Europa de los muros que ha olvidado el Holocausto

“La zona de interés” y “Yo capitán”

Los cineastas Jonathan Glazer y Matteo Garrone nos conmueven en lo ético y lo político con dos películas: La zona de interés y Yo capitán que alertan sobre el creciente racismo de una Europa egoísta, aferrada a preservar su ficticio paraíso con muros que la aíslen de los sufrimientos del resto del mundo. Glazer evoca los ecos del Holocausto en un film sobre la idílica vida del comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, y su familia, mientras se gaseaba a miles de judíos en el campo de exterminio, separado por un muro de la lujosa vivienda. Garrone, por su parte, apunta al drama de la inmigración y al negocio de las mafias, a partir de la odisea de dos jóvenes senegaleses que sueñan con un futuro prometedor en Europa.

¿Hasta adónde alcanza nuestra tolerancia, indiferencia y complicidad con los horrores del mundo? O, mejor aún, ¿qué somos capaces de hacer con tal de no arriesgar ni ver alterada nuestra comodidad, e incluso evitar que la realidad arruine estados de ánimo de permanente alegría y felicidad, independientemente, de lo que ocurra a nuestro alrededor?

Los directores Jonathan Glazer y Matteo Garrone nos invitan a reflexionar sobre ello en La zona de interés y Yo capitán. Son dos películas de temática distinta, aunque sólo en apariencia, porque confluyen tanto en una urgencia como en una advertencia acerca de nuestras elecciones para sostener frágiles y ficticios paraísos personales, como en el auge del odio al migrante y el creciente racismo de una Europa que ha sustituido los valores fundacionales de la fraternidad y la solidaridad por miles de kilómetros de muros. Algunos son de ladrillo y otros se sustancian en relatos o legislaciones ad hoc, para blindarse contra migrantes y refugiados seducidos por el european dream. Son nuevas formas envilecidas y sutiles de justificar genocidios que socavan “el proyecto (re)civilizador” de Europa tras el Holocausto.[1] La tragedia que ha sido lección y referencia de encuentro y unidad moral europeísta parece desvanecerse en el tiempo.

El paraíso sin vistas al horror de Auschwitz

Rudolf Höss y su esposa Hedwig (personajes interpretados por Christian Friedel y Sandra Hüller) hablan de regresar en verano a un balneario de Italia, juegan con sus hijos en una piscina con tobogán, presumen de la belleza de las flores de su jardín, celebran reuniones con amigos en su lujosa casa y se bañan en un río cercano. Habitan lo más parecido a un paraíso, si no fuera porque está separado tan sólo por un muro del horror y del infierno del campo de concentración de Auschwitz. La humareda gris de las chimeneas testimonia sin descanso, de día y de noche, el sacrificio de miles de vidas humanas, primero gaseadas y después llevadas a los hornos crematorios para deshacerse de los cadáveres. Los gritos, los ladridos de los perros, los llantos y los disparos son el ruido de fondo. Pero la familia Höss vive ajena a lo que sucede para que nada perturbe su plácida e idílica vida. A Hedwig le gusta que le llamen “la reina de Auschwitz”. Está orgullosa de la vida de lujos y poder que le proporciona su esposo, el comandante del campo de concentración.

En La zona de interés[2], del cineasta inglés Jonathan Glazer, no hay ni una sola imagen directa del horror ni de la catástrofe del Holocausto. No hace falta. Sigue la estela de Claude Lanzmann en su monumental documental Shoah. Si éste se basó únicamente en testimonios, Glazer recurre en su ficción al sonido que, como un eco, deslinda la verdad de la mentira. El director recurre al blanco y negro para aludir al campo de concentración, y al color para retratar la enajenada vida de los dueños de Auschwitz.

Aunque, hay algunas escenas que delatan las consecuencias de convivir con el mal y de pretender naturalizarlo. Una de las empleadas domésticas, encargada de cuidar al bebé de la familia, necesita estar borracha todo el día para evadirse de la terrible y contundente realidad. La madre de Hedwig, visita a su hija, ufana por la prosperidad de ésta, y unos días después de llegar a la casa, se marcha horrorizada, tras una noche en la que el reflejo del fuego de las chimeneas del campo de concentración la hace consciente de la trágica realidad que se vive detrás del muro. Deja una nota a su hija -cuyo contenido desconoce el espectador, pero resulta fácil imaginar- que Hedwig quema para que nada turbe su estado de felicidad. Resulta impactante cómo el hijo mayor de la familia, un adolescente vestido con el uniforme de los guardias del campo, encierra sin ningún remordimiento a un hermano pequeño en un invernadero del jardín, en pleno invierno. Como única respuesta al sufrimiento y a los gritos de ayuda y socorro, el joven esboza una gélida sonrisa y juega con una porra entre sus manos. La misma que utilizan los guardianes de Auschwitz para golpear a los prisioneros.

En todo momento, el director del film divide la atención del espectador, disociado en la contradicción que representan las imágenes pueriles y banales sobre la plácida vida de los Höss y los ecos del horror procedentes del campo de concentración. Al mismo tiempo, resulta inevitable el diálogo interno, la reflexión sobre lo que estamos viendo y su extrapolación a nuestro presente. El muro de Auschwitz que separa el aparente paraíso del infierno refleja como un espejo los kilómetros de muros y vallas, con los que Europa trata de aferrarse a su frágil y ficticia comodidad, aislándose de sufrimientos como el de Gaza, el de Ucrania, y otros muchos genocidios que los medios de comunicación han dejado de contarnos, pero que no han dejado de existir. Y también nos remite a otros muros menos visibles, algunos en forma de relatos de odio, otros de legislaciones justificadas en la seguridad que blindan a Europa contra la migración y el asilo, cuando no es el propio mar el que facilita acabar con las vidas de quienes vienen en cayucos y balsas a “incomodarnos”. En La zona de interés conviene estar atentos al lenguaje que emplean los nazis para evitar reconocer que los prisioneros de los campos son personas y tienen una dignidad intrínseca. Se habla de conceptos como el de “la carga” de los hornos, rendimiento, operatividad, logística… Pero, no hay referencia alguna a la persona ni a la acción de matar y asesinar al prójimo. Sucede lo mismo, como abordaremos a continuación con la película de Matteo Garrone, cuando se habla de migrantes, de ocupantes en las balsas, reducidos a números o estadísticas.

Resulta pertinente subrayar que Jonathan Glazer resuelve con extraordinaria maestría y humanidad la difícil frontera sobre la que ya advirtió Lanzmann en su documental Shoah, al que nos hemos referido anteriormente. Por mucho que enseñe una película sobre el Holocausto, la realidad siempre fue mucho peor. Pero si, por el contrario, no se deja ver nada, se corre el riesgo de menospreciar una catástrofe moral y humanitaria que, realmente, ocurrió. Un monstruoso crimen sobre el que Europa tiene una parte de culpa porque pudo haber intervenido antes y no lo hizo.

El sueño europeo de Seydou y Moussa

Por su parte, el cineasta italiano, Matteo Garrone, con una puesta en escena y una trama diferente a la de Glazer, también contribuye a señalar las contradicciones, la alienación y la pérdida de la brújula moral europea con la película, Yo capitán. Garrone nos sitúa ante la odisea de dos jóvenes senegaleses, Seydou y Moussa (interpretados por Seydou Sarr y Moustapha Fall), que sueñan con un futuro más prometedor en Europa. Su anhelo es ser famosos cantantes de rap y mejorar la vida de sus familias. En su camino, se encuentran con otros que comparten el european dream, por razones distintas, huyendo de las guerras y del hambre. El viaje se convierte en una pesadilla. La travesía implica atravesar el hostil desierto del Sáhara, toparse con guerrillas, los centros de detención como los de Libia, la avaricia de las mafias que trafican con los sueños y anhelos humanos, ser esclavizados, los propios peligros del mar y, finalmente, llegar a una Europa que nos los recibe con los brazos abiertos, sino en la que ha calado la mirada al migrante como enemigo que puede comprometer los recursos públicos y alterar la falsa paz de otro ficticio paraíso.


Garrone completa con Yo capitán la trilogía formada por Terra de Mezzo (1996) y Ospiti (1998) dedicada a la migración, una de las heridas más sangrantes de Europa. Es cierto que el director no señala a un país europeo en concreto, pero nos obliga a mirar y es difícil responder con la indiferencia o no sentirnos interpelados.

Seydou se ve forzado a llevar el timón de un viejo barco, cargado con 250 personas y sin ninguna experiencia. Su principal preocupación, en todo momento, es que no muriera nadie en la travesía. Cabe destacar que el protagonista del film, Seydou, revive en la ficción la verdadera historia de su llegada a Italia. Además, los extras del barco no eran actores ni actrices, sino personas que habían afrontado, realmente, el terrible viaje.

La película visibiliza contradicciones y pone en jaque los prejuicios acerca de sufrimientos tolerables para unos, pero no para otros. Además, contribuye a hacernos conscientes de que, detrás de los números, hay personas que sueñan y anhelan, con tanto derecho como nosotros a buscar una vida mejor.

A modo de coda, hay que enfatizar que la persona es una realidad moral objetiva, un ser valioso y digno, no un medio. Por tanto, no perder de vista sobre quién recaen nuestras acciones permiten establecer fronteras y percibir adecuadamente una realidad sagrada.[3] Y, por último, añadir una discrepancia con las críticas a ambas películas que inciden en la maldad del ser humano y su capacidad de hacer daño a otros. Los estudios del filósofo, José Sanmartín[4], e investigaciones neurocientíficas de primer nivel como las de Natalia López Moratalla[5] combaten esos erróneos argumentos. No somos genéticamente violentos, sino todo lo contrario. Estamos preparados biológicamente para ser solidarios, cuidar, cooperar con otros y elaborar juicios éticos, pero también para imitar lo que vemos. La empatía nos une como familia humana, otra cosa, es que la reprimamos y, para colmo, ignoremos la influencia cultural y ambiental.

Amparo Aygües – Master Universitario en Bioética – Universidad Católica de Valencia – Colaboradora del Observatorio de Bioética

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[1] Elsaesser, T. (2021). Cine europeo y filosofía continental. Córdoba: UCOPress, p. 33.

[2] Adaptación al cine de la novela de Martin Amis titulada como la película.

[3] Glover, J. (2013). Humanidad e inhumanidad en el siglo XX. Madrid: Cátedra, p. 46.

[4] Sanmartín, J. (1987). Los nuevos redentores: reflexiones sobre la ingeniería genética, la sociobiología y el mundo feliz que nos prometen. Barcelona: Anthropos. También, Sanmartín, J. (1990) Tecnología y futuro humano. Barcelona: Anthropos

[5] López Moratalla, N. (2015). Neuroética: La dotación moral del cerebro humano. Cuadernos de Bioética, XXVI, pp.415-425.