El Papa en Canadá: “Promover comunidades humanas abiertas e inclusivas”

Discurso del Papa en el encuentro con las Autoridades Civiles, representantes de los Pueblos Indígenas y Miembros del Cuerpo Diplomático en la Citadelle de Québec.

©Vatican Media
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Tras su estancia en Edmonton el Papa ha seguido su viaje de penitencia y, a bordo de un A330 / ITA Airways, se ha dirigido a Quebec. 

A las 16.20 (22.20 hora de Roma), el Santo Padre se ha dirigido en coche a la Citadelle de Québec, residencia del Gobernador General, donde ha tenido lugar la Ceremonia de Bienvenida.

Después de reunirse con la Gobernadora de Canadá, la Honorable Mary Simon, la interpretación de los himnos y la presentación de las delegaciones, el Papa se ha visitado con el Gobernador General de Canadá.

Acto seguido, a las 17.45 (23.45 hora de Roma), el Santo Padre se ha encontrado con las Autoridades Civiles, representantes de los Pueblos Indígenas y Miembros del Cuerpo Diplomático en la Citadelle de Québec.

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Tras el saludo de la Gobernadora General de Canadá, la Honorable Mary Simon, el Papa Francisco ha pronunicado su discurso.

En este el  Santo Padre ha reivindicado la necesidad que hay de alejarse del “individualismo imperante” y empezar a escucharnos y dialogar. Del mismo modo, también ha  emitido una petición de perdón “por el mal cometido por tantos cristianos  contra los pueblos indígenas”, remarcando la  voluntad de renovar la relación entre la Iglesia y los pueblos indígenas de Canadá.

El Papa también ha centrado su discurso en un elemento clave para Canadá, la hoja de Arce.  En este sentido, se ha referido al follaje multicolor de los árboles de arce para recordarnos “la importancia de  la totalidad, la importancia de promover comunidades humanas que no uniformen, sino que sean realmente abiertas e inclusivas”.

Para acabar, el Santo Padre ha querido agradecer al país que lo ha recibido por “el encomiable compromiso local en favor del medio  ambiente”.

A continuación sigue el discurso del Santo Padre completo.

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Discurso del Santo Padre

Señora Gobernadora General,  señor Primer Ministro,  distinguidas autoridades civiles y religiosas,  estimados Representantes de los pueblos indígenas, distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático,  señoras y señores: 

Los saludo cordialmente y le agradezco a la señora Mary Simon y al señor Justin Trudeau sus  amables palabras. Me complace dirigirme a ustedes, que tienen la responsabilidad de servir a los  habitantes de este gran país que, “de mar a mar”, ofrece un extraordinario patrimonio natural. Entre  las muchas bellezas, pienso en los inmensos y espectaculares bosques de arce, que hacen que el  paisaje canadiense sea único y colorido. Me gustaría inspirarme en el símbolo por excelencia de estas  tierras, la hoja de arce, que desde los escudos de Quebec se extendió rápidamente hasta convertirse  en el emblema destacado en la bandera del país. 


Aunque esto haya sucedido en tiempos bastante recientes, los arces custodian sin embargo el  recuerdo de muchas generaciones pasadas, mucho antes de que los colonos llegaran a suelo  canadiense. Los pueblos nativos extraían de ellos savia con la que elaboraban nutritivos jarabes. Esto  nos lleva a pensar en su laboriosidad, siempre atentos a salvaguardar la tierra y el medio ambiente,  fieles a una visión armoniosa de la creación, un libro abierto que enseña al hombre a amar al Creador  y a vivir en simbiosis con los demás seres vivos. Hay mucho que aprender de esto, de la capacidad  de escuchar a Dios, a las personas y a la naturaleza. Lo necesitamos especialmente en el torbellino  frenético del mundo actual, caracterizado por una constante “rapidación”, que dificulta un desarrollo  verdaderamente humano, sostenible e integral (cf. Carta enc. Laudato si’, 18), terminando por generar  una “sociedad del cansancio y de la desilusión”, que lucha por descubrir de nuevo el gusto por la  contemplación, el sabor genuino de las relaciones, la mística de la totalidad. ¡Cuánta necesidad  tenemos de escucharnos y dialogar, para alejarnos del individualismo imperante, de los juicios  apresurados, de la agresividad desenfrenada, de la tentación de dividir el mundo en buenos y malos!  Las grandes hojas de arce, que absorben el aire contaminado y restituyen oxígeno, nos invitan a  maravillarnos con la belleza de la creación y a dejarnos atraer por los sanos valores presentes en las  culturas indígenas: son una inspiración para todos nosotros y nos pueden ayudar a sanar los dañinos  hábitos de explotar. Explotar, además de la creación, también las relaciones y el tiempo, y orientar la  actividad humana únicamente en función de la utilidad y del beneficio.  

Petición de perdón

Sin embargo, estas lecciones vitales han sido objeto de una violenta oposición en el pasado.  Pienso especialmente en las políticas de asimilación y desvinculación, que incluían el sistema de  escuelas residenciales y que dañaron a muchas familias indígenas, minusvalorando su lengua, su  cultura y su visión del mundo. En ese deplorable sistema promovido por las autoridades  gubernamentales de la época, que separó a tantos niños de sus familias, estuvieron involucradas varias  instituciones católicas locales, por lo que expreso vergüenza y dolor y, junto con los Obispos de este  país, renuevo mi petición de perdón por el mal cometido por tantos cristianos contra los pueblos  indígenas. Es trágico cuando algunos creyentes, como ocurrió en ese período histórico, no se adecuan  al Evangelio sino a las conveniencias del mundo. Si la fe cristiana ha desempeñado un papel esencial  en la conformación de los más altos ideales de Canadá, caracterizados por el deseo de construir un  país mejor para todos sus habitantes, es necesario, admitiendo las propias faltas, comprometerse  juntos a realizar aquello que sé que todos ustedes comparten: promover los derechos legítimos de los  pueblos originarios y fomentar procesos de sanación y reconciliación entre ellos y los no indígenas  del País. Esto se refleja en vuestro compromiso de responder adecuadamente a los llamamientos de  la Comisión para la Verdad y la Reconciliación, así como en vuestra atención en reconocer los  derechos de los pueblos originarios. 

La Santa Sede y las comunidades católicas locales mantienen una voluntad concreta respecto  a la promoción de las culturas indígenas, con caminos espirituales específicos y apropiados, que  incluyan la atención a sus tradiciones culturales, sus costumbres, sus lenguas y sus procesos  educativos propios, en el espíritu de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los  Pueblos Indígenas. Es nuestro deseo renovar la relación entre la Iglesia y los pueblos indígenas de  Canadá, una relación marcada tanto por un amor que ha dado grandes frutos como también,  lamentablemente, por heridas que nos estamos esforzando en comprender y sanar. Estoy realmente agradecido por haber conocido y escuchado a varios representantes de los pueblos indígenas durante  los últimos meses en Roma, y por poder afianzar, aquí en Canadá, las hermosas relaciones que hemos  entablado. Los momentos que vivimos juntos han dejado en mí una huella y el firme deseo de  responder a la indignación y la vergüenza por el sufrimiento que soportaron los indígenas, recorriendo  un camino fraternal y paciente con todos los canadienses conforme a la verdad y la justicia,  esforzándonos por la sanación y la reconciliación, animados siempre por la esperanza. 

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Aquella «historia de dolor y de desprecios», originada por una mentalidad colonizadora, «no  se sana fácilmente». Al mismo tiempo, nos advierte que «la colonización no se detiene, sino que en  muchos lugares se transforma, se disfraza y se disimula» (Exhort. ap. Querida Amazonia, 16). Este  es el caso de las colonizaciones ideológicas. Si en su momento la mentalidad colonialista se  desentendió de la vida concreta de los pueblos, imponiendo modelos culturales preestablecidos,  tampoco faltan hoy colonizaciones ideológicas que contrastan la realidad de la existencia y que  sofocan el apego natural a los valores de los pueblos, intentando desarraigar sus tradiciones, su  historia y sus vínculos religiosos. Es una mentalidad que, presumiendo de haber superado “las oscuras  páginas de la historia”, da cabida a la así llamada cultura de la cancelación, que juzga el pasado sólo  en función de ciertas categorías actuales. Así se implanta una moda cultural que estandariza, que  vuelve todo igual, que no tolera las diferencias y se centra sólo en el momento presente, en las  necesidades y los derechos de los individuos, descuidando a menudo los deberes hacia los más débiles  y frágiles; los pobres, los emigrantes, los mayores, los enfermos, los no nacidos… Son ellos los  olvidados por las sociedades del bienestar; son ellos los que, en la indiferencia general, son  descartados como hojas secas para ser quemadas. 

La importancia de la multiculturalidad

Por otro lado, el rico follaje multicolor de los árboles de arce nos recuerda la importancia de  la totalidad, la importancia de promover comunidades humanas que no uniformen, sino que sean  realmente abiertas e inclusivas. Y así como cada hoja es esencial para enriquecer el follaje, también  cada familia, célula fundamental de la sociedad, debe ser valorada, porque «el futuro de la humanidad  se fragua en la familia» (S. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 86). Ella es la primera  realidad social concreta, pero se ve amenazada por muchos factores, como la violencia doméstica, la  intensificación del trabajo, la mentalidad individualista, el afán desenfrenado de hacer carrera, el  desempleo, la soledad de los jóvenes, el abandono de los mayores y de los enfermos… Los pueblos  indígenas tienen mucho que enseñarnos sobre el cuidado y la protección de la familia, donde ya desde  niños se aprende a reconocer lo que está bien y lo que está mal, a decir la verdad, a compartir, a  corregir los errores, a empezar de nuevo, a darse ánimo, a reconciliarse. Que el mal sufrido por los  pueblos indígenas nos sirva de advertencia hoy, para que no se deje de lado el cuidado y los derechos  de la familia en nombre de eventuales necesidades productivas e intereses individuales. 

Volvamos a la hoja de arce. En tiempos de guerra, los soldados la utilizaban como venda y  emplasto para las heridas. Hoy, ante la locura sin sentido de la guerra, necesitamos de nuevo calmar  los extremismos de la contraposición y curar las heridas del odio. Una testigo de algunas trágicas  violencias del pasado dijo recientemente que «la paz tiene su propio secreto: no odiar nunca a nadie.  

Si se quiere vivir no se debe odiar nunca» (Entrevista a E. Bruck, en Avvenire, 8 marzo 2022).  No necesitamos dividir el mundo en amigos y enemigos, distanciarnos y armarnos hasta los dientes:  no será la carrera armamentística ni las estrategias de disuasión las que traigan la paz y la seguridad.  No hay que preguntarse cómo continuar las guerras, sino cómo detenerlas. E impedir que los pueblos  vuelvan a ser rehenes de las garras de espantosas guerras frías que se extienden. Se necesitan políticas  creativas y con visión de futuro, que sepan romper los esquemas de los bandos para dar respuestas a  los retos globales. 

Los grandes retos actuales, como la paz, el cambio climático, los efectos de las pandemias y  las migraciones internacionales, están unidos por una constante: son globales, afectan a todos. Y si  todos ellos hablan de la necesidad del conjunto, la política no puede quedar prisionera de los intereses  partidistas. Hay que saber mirar, como enseña la sabiduría indígena, a las siete generaciones futuras, no a la conveniencia inmediata, a los plazos electorales o al apoyo de los lobbies. Y también valorar  los deseos de fraternidad, justicia y paz de las jóvenes generaciones. Sí, para recuperar la memoria y la sabiduría es necesario escuchar a los mayores, y para tener impulso y futuro es necesario abrazar  los sueños de los jóvenes. Ellos se merecen un futuro mejor que el que les estamos preparando, se  merecen participar en las decisiones sobre la construcción del hoy y del mañana, especialmente sobre  el cuidado de la casa común, para el cual los valores y las enseñanzas de los pueblos indígenas son  valiosos. A este respecto, me gustaría agradecer el encomiable compromiso local en favor del medio  ambiente. Casi se podría decir que los emblemas extraídos de la naturaleza, como el lirio en la bandera  de esta provincia de Quebec, y la hoja de arce en la del país, confirman la vocación ecológica de  Canadá. 

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Cuando la comisión correspondiente evaluó los miles de bocetos recibidos para la realización  de la bandera nacional, muchos de ellos presentados por personas comunes, sorprendió que casi todos  ellos contuvieran la representación de la hoja de arce. La participación en torno a este símbolo  compartido me sugiere subrayar una palabra clave para los canadienses: multiculturalismo. Este está  en la base de la cohesión de una sociedad tan diversa como son los colores de las copas de los árboles  de arce. La misma hoja de arce, con su multiplicidad de puntas y lados, sugiere una figura poliédrica,  mostrando que ustedes son un pueblo capaz de incluir, para que los que vengan puedan encontrar un  lugar en esa unidad multiforme y aportar su propia y original contribución (cf. Exhort. ap. Evangelii  gaudium, 236). El multiculturalismo es un reto permanente; se trata de acoger y abrazar a los distintos  componentes presentes, respetando, al mismo tiempo, la diversidad de sus tradiciones y culturas, sin  suponer que el proceso esté concluido de una vez para siempre. En este sentido, expreso mi  agradecimiento por la generosidad en acoger a numerosos inmigrantes ucranianos y afganos. Pero  también es necesario trabajar para superar la retórica del miedo hacia los inmigrantes y darles, según  las posibilidades del país, una oportunidad concreta de participar responsablemente en la sociedad.  Para ello, los derechos y la democracia son indispensables. Pero también es necesario hacerle frente  a la mentalidad individualista, recordando que la vida en común se basa en premisas que el sistema  político por sí solo no puede producir. También en esto, la cultura indígena es un gran apoyo al  recordarnos la importancia de los valores de la socialización. Y también la Iglesia católica, con su  dimensión universal y su atención hacia los más frágiles, con su legítimo servicio a favor de la vida  humana en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, se complace en ofrecer su  contribución.  

En estos últimos días, he sabido de numerosas personas necesitadas que llaman a las puertas  de las parroquias. Incluso en un país tan desarrollado y avanzado como Canadá, que dedica mucha  atención a la asistencia social, no son pocos los indigentes que dependen de las iglesias y los bancos  de alimentos para obtener la ayuda y el apoyo básicos, que —no lo olvidemos— no son sólo  materiales. Estos hermanos y hermanas nos llevan a considerar la urgencia de trabajar para remediar  la radical injusticia que contamina nuestro mundo, a causa de la cual la abundancia de los dones de  la creación se distribuye de forma demasiado desigual. Es escandaloso que la riqueza generada por el  desarrollo económico no beneficie a todos los sectores de la sociedad. Y es triste que sea precisamente  entre los nativos donde se registran a menudo muchos índices de pobreza, a los que se unen otros  indicadores negativos, como la baja escolarización, el no fácil acceso a la vivienda y a la asistencia  sanitaria. Que el emblema de la hoja de arce, que aparece habitualmente en las etiquetas de los  productos del país, sea un incentivo para que todos tomen decisiones económicas y sociales  encaminadas al compartir y al cuidado de los necesitados.  

Sólo trabajando juntos, mano a mano, es como podemos hacer frente a los apremiantes retos  de hoy. Les agradezco su hospitalidad, su atención y su estima, diciéndoles con sincero afecto que  llevo a Canadá y su gente muy cerca de mi corazón.