El Papa: «Todo ser viviente verá la salvación de Dios»

Homilía del Papa Epifanía del Señor

El Papa Francisco celebró la misa de la Epifanía en la basílica de San Pedro, ante la presencia de seis mil fieles. Reflexionando sobre el modo en que los Magos afrontaron un largo viaje para llegar a Jesús dijo que no encontramos a Dios quedándonos quietos en alguna bella ideología eclesiástica, sino buscando los signos de su presencia en las realidades de cada día, especialmente tocando a los más pobres.

Antes de la celebración, en la Basílica de San Pedro, el Papa Francisco saludó a las monjas benedictinas argentinas que viven en el Monasterio Mater Ecclesiae.

Publicamos a continuación el texto de la homilía que el Papa pronunció tras la proclamación del Santo Evangelio:

***

Homilía del Papa

Los Magos parten en busca del Rey que ha nacido. Son la imagen de los pueblos en camino en busca de Dios, de los extranjeros que ahora son conducidos al monte del Señor (cf. Is 56,6-7), de los pueblos lejanos que ahora pueden oír el anuncio de la salvación (cf. Is 33,13), de todos los perdidos que escuchan la llamada de una voz amiga. Porque ahora, en la carne del Niño de Belén, la gloria del Señor se ha revelado a todas las naciones (cf. Is 40,5) y «todo ser viviente verá la salvación de Dios» (Lc 3,6). Es la peregrinación humana de todos y cada uno de nosotros, de la distancia a la proximidad.

Los Magos miran al cielo, pero tienen los pies en la tierra y el corazón postrado en adoración. Repito: los ojos vueltos al cielo, los pies en el suelo, el corazón postrado en adoración.


En primer lugar, los Magos miran al cielo. Anhelan el infinito y su mirada se dirige a las estrellas. No viven mirando la punta de sus pies, replegados sobre sí mismos, prisioneros de un horizonte terrenal, arrastrándose con resignación o queja. Levantan la cabeza, esperando una luz que ilumine el sentido de sus vidas, una salvación que viene de lo alto. Y entonces ven alzarse una estrella, más brillante que todas las demás, que les atrae y les pone en camino. Esta es la clave que revela el verdadero sentido de nuestra existencia: si vivimos encerrados en los estrechos confines de las cosas terrenas, si caminamos de cabeza, rehenes de nuestros fracasos y arrepentimientos, si estamos hambrientos de bienes y consuelos mundanos -que hoy están y mañana se van- en lugar de buscar la luz y el amor, nuestra vida se apagará. Los Magos, que son extranjeros y aún no han encontrado a Jesús, nos enseñan a mirar hacia arriba, a mirar al cielo, a levantar los ojos a los montes de donde vendrá la ayuda, porque nuestra ayuda viene del Señor (cf. Sal 121, 1-2).

Hermanos y hermanas, ¡mirad al cielo! Necesitamos mirar hacia arriba para aprender a ver la realidad desde lo alto. Lo necesitamos en el camino de la vida para que nos acompañe la amistad del Señor, su amor que nos sostiene, la luz de su Palabra que nos guía como una estrella en la noche. Lo necesitamos en el camino de la fe, para que ésta no se reduzca a un conjunto de prácticas religiosas o a un vestido exterior, sino que se convierta en un fuego que arda dentro de nosotros, haciéndonos buscadores apasionados del rostro del Señor y testigos de su Evangelio. Lo necesitamos en la Iglesia, donde, en lugar de dividirnos según nuestras ideas, estamos llamados a volver a poner a Dios en el centro. Lo necesitamos para abandonar las ideologías eclesiásticas, para redescubrir el sentido de nuestra Santa Madre la Iglesia, el habitus eclesial. Ideologías eclesiásticas, no; vocación eclesial, sí. El Señor, no nuestras ideas ni nuestros proyectos, debe estar en el centro. Empecemos de nuevo desde Dios, buscando en Él la valentía de no detenernos ante las dificultades, la fuerza para superar los obstáculos, la alegría de vivir en comunión y armonía.

Los Magos no sólo miran la estrella y las cosas elevadas, sino que sus pies pisan la tierra. Se ponen en camino hacia Jerusalén y preguntan: «¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer? Vimos su estrella en el oriente y vinimos a adorarle» (Mt 2,2). Sólo se necesita una cosa: unos pies que estén en sintonía con la contemplación. La estrella que brilla en el cielo les envía a recorrer los caminos de la tierra; al levantar la cabeza, les impulsa a bajar; al buscar a Dios, les envía a encontrarlo en el hombre, en un Niño acostado en un pesebre, pues Dios, que es infinitamente grande, se ha revelado en esta pequeña, infinitamente pequeña persona. Se necesita sabiduría, se necesita la asistencia del Espíritu Santo para comprender la grandeza y la pequeñez de la manifestación de Dios.

Hermanos y hermanas, ¡los pies en la tierra! El don de la fe no se nos da para quedarnos mirando al cielo (cf. Hch 1,11), sino para andar por los caminos del mundo como testigos del Evangelio; la luz que ilumina nuestra vida, el Señor Jesús, no se nos da sólo para ser consolados en nuestras noches, sino para abrir agujeros de luz en la densa oscuridad que envuelve tantas situaciones sociales; No encontramos al Dios que viene a visitarnos quedándonos inmóviles en alguna bella teoría religiosa, sino sólo poniéndonos en camino, buscando los signos de su presencia en las realidades de cada día y, sobre todo, encontrándonos y tocando la carne de nuestros hermanos y hermanas. Contemplar a Dios es algo bueno, pero sólo es fecundo si asumimos el riesgo, el riesgo del servicio, de llevar a Dios. Los Magos buscaban a Dios, al gran Dios, y encontraron a un Niño. Esto es importante: encontrar a Dios en la carne, en los rostros que pasan a nuestro lado cada día, especialmente los de los más pobres. De hecho, los Magos nos enseñan que el encuentro con Dios nos abre siempre a una esperanza mayor que nos hace cambiar nuestro estilo de vida y transformar el mundo. Benedicto XVI decía: «Si falta la verdadera esperanza, buscamos la felicidad en la embriaguez de lo superfluo, en el exceso, y nos arruinamos a nosotros mismos y al mundo […]. […] Por eso necesitamos hombres que alimenten una gran esperanza y que, por tanto, posean una gran valentía. La valentía de los Magos, que emprendieron un largo viaje siguiendo una estrella, y supieron arrodillarse ante el Niño y ofrecerle sus preciosos dones» (Homilía, 6 de enero de 2008).

Por último, considera que los corazones de los Magos están postrados en adoración. Miraron la estrella en el cielo, pero no se refugiaron en una devoción desligada de la tierra; se pusieron en camino, pero no vagaron como turistas sin rumbo. Llegaron a Belén y, al ver al Niño, «se postraron ante él y lo adoraron» (Mt 2,11). Después abrieron sus cofres y le ofrecieron oro, incienso y mirra. «Los Magos, pues, proclaman también con sus dones místicos a aquel a quien adoran: como rey por el oro, como Dios por el incienso, como mortal por la mirra» (San Gregorio Magno, Homilía X en el día de la Epifanía, 6). Un rey que vino a servirnos, un Dios que se hizo hombre. Ante este misterio, estamos llamados a doblar el corazón y las rodillas en adoración: a adorar al Dios que viene en pequeñez, que vive en la normalidad de nuestros hogares, que muere por amor. «Si las estrellas lo revelaban [a Dios] lejos en el cielo, tuvimos que buscarlo para encontrarlo en un lugar estrecho; y si era débil en este cuerpo pequeño y envuelto en los pañales de la infancia, no era menos adorado por los Magos y temido por los malvados» (San Agustín, Sermones, 200). Hermanos y hermanas, hemos perdido la costumbre de adorar, hemos perdido la capacidad que nos da la adoración. Redescubramos el gusto por la oración de adoración. Reconozcamos a Jesús como nuestro Dios, como nuestro Señor, y adorémosle. Hoy, los Magos nos invitan a la adoración. Es la adoración lo que falta hoy entre nosotros.

Hermanos y hermanas, como los Magos, dirijamos nuestra mirada al cielo, pongámonos en camino en busca del Señor, inclinemos el corazón en adoración. Miremos al cielo, caminemos y adoremos. Y pidamos la gracia de no perder nunca el valor: el valor de ser buscadores de Dios, hombres de esperanza, intrépidos soñadores que miran al cielo, el valor de perseverar en el camino, con la fatiga del camino verdadero, y el valor de adorar, el valor de mirar al Señor que ilumina a todo ser humano. Que el Señor nos conceda esta gracia, sobre todo la gracia de saber adorar.