El valor de la amistad

Con todo, te quiero y me gustas tal y cómo eres

En los últimos años he tenido el privilegio de disfrutar la amistad con mayor intensidad de lo que estaba acostumbrado. Es una magnífica experiencia de la que se puede aprender mucho para dar algunos pasos en la vida con menos temor a equivocarte.

He tenido tiempo no sólo de disfrutar de la amistad sino también de reflexionar sobre ella y he llegado a la conclusión que lo que caracteriza a una amistad sólida no es el tiempo, ni la cercanía, sino la aceptación.

Estos meses, años, en los que he podido ejercer más conscientemente mi labor como amigo me he encontrado aceptando situaciones, actitudes, e incluso flagrantes errores con una inusitada facilidad.

Simultáneamente me he ido haciendo consciente de la magnífica acogida que alguno de mis mayores disparates, de mis más marcados defectos y de mis menos honrosas actitudes tienen en aquellos que sigilosamente me muestran su cariño.

Sin duda me he sentido lo suficientemente acogido como para ser consciente de mi necesidad de mejorar, sin haberme sentido el más mínimo reproche.

En cierta ocasión, hace ya algunos años, pregunté a una persona por la que tengo enorme aprecio si en alguna ocasión le había ofendido o molestado sin que me lo hubiera echado en cara. “Jamás”, me dijo con cierto tono de sorpresa.

Comprendí que o bien tenía mucha más paciencia de lo que yo creía, o bien sabía tolerar muy bien mi persona por completo.

¿Cómo es posible que podamos aceptar tan rendidamente a nuestro amigo, y tengamos tan baja tolerancia para nuestros hijos, nuestro cónyuge o nosotros mismos?

¿Qué esperamos de ellos o de nosotros que sin embargo podemos perdonar en aquel a quién llamamos amigo?


Aceptar a nuestros hijos – por completo – no es tarea fácil. Queremos lo mejor para ellos y por eso queremos que den lo mejor de sí mismos, y cuando fallan en el intento, cuando muestran su peor versión (¿Qué prefieres que la de en casa, contigo, que en definitiva le querrás siempre, o que la dé en el colegio o en la calle?), cuando no están a la altura que sabemos pueden alcanzar, nos irritamos y les mostramos nuestro rostro menos amable.

Comprendo que en la adolescencia la amistad alcance tan alto valor. ¿Cómo no?, es el momento en el que menos aceptación sienten, de sus padres y de sí mismos, y allí están, aceptándoles tal y cómo son, qué ya es decir, otro grupo de incomprendidos como ellos, pero que al fin y al cabo no tienen nada que reprocharles.

Con frecuencia esperamos que nuestro cónyuge se acerque más, no ya al ideal que nos habíamos fijado, tan solo, no es tanto pedir, a cubrir mínimamente las necesidades que tantas veces les hemos recalcado. Y cuando comprobamos que acumula actitudes, hábitos y tendencias, que, en realidad, nosotros nunca habíamos escogido, intentamos, a veces sutilmente otras cual herrero en la fragua, moldearle para hacerle más cercano a aquello que sí estamos dispuestos a aceptar.

Y cuando al mirarnos en el espejo comprobamos que se nos acumulan los defectos y cada vez nos queda menos tiempo para eliminar esas sombras a las que hace años decidimos plantar cara, lejos de aceptarnos, porque al fin y al cabo les estamos dando batalla, nos ponemos más maquillaje, nos justificamos con simplezas y seguimos adelante, con otro reproche más en nuestro ánimo.

No voy a proponer la simpleza de hacernos amigos de nuestros hijos, no pretendo proponer ninguna rebaja en nuestra relación con ellos. Ni considero que la solución al alejamiento conyugal sea el aguantoformo.

No se trata de cambiar nuestras relaciones familiares en algo que ni son ni está en su naturaleza llegar a serlo, pero quizás podamos y debamos extraer de esa magnífica forma de querer que es la amistad el valor de la aceptación.

Querer que nuestros hijos o nuestro cónyuge sean aquello que sabemos pueden llegar a ser es completamente lícito, pero es fundamental aceptar el proceso que conlleva y, más aún, debemos admitir que el fracaso es siempre una posibilidad patente en el ser humano.

Si consiguiéramos acostarnos cada noche con la tranquilidad de sabernos aceptados por nosotros mismos y por aquellos a los que no llamamos amigo, sino familia, estoy convencido de que al día siguiente tendríamos muchas más fuerzas para luchar por llegar a ser eso que nos gustaría, pero que, honestamente, tampoco pasa nada si no lo alcanzas. Con todo, te quiero y me gustas tal y cómo eres.