Nuestra Semana Santa de todos los días

Estamos llamados a construir un mundo en el que la perfección del hombre se encuentre en el mandamiento nuevo del amor

En los últimos cincuenta años de historia hemos asistido a un crecimiento dinámico y acelerado de la presencia de la comunidad hispana. Crecimiento y presencia que ha convertido a la comunidad hispana en la minoría mayoritaria de la población de esta nación. Con este incremento de la presencia hispana también ha aumentado el número de fieles católicos para la Iglesia en los Estados Unidos y, con ello, también ha aumentado en la población de este país el interés por los temas concernientes a la Iglesia Católica.

Se aproxima la semana que llamamos Semana Santa, la Semana Mayor en el culto y liturgia anual de los cristianos católicos del mundo que, en este año 2023, celebraremos entre el 02 y el 09 de abril. En ella, especialmente en el llamado “Triduo Pascual” (jueves santo, viernes santo y sábado santo en la noche) los cristianos conmemoramos, en apretada síntesis, los acontecimientos que, acaecidos en la vida de Jesús de Nazaret, constituyen los pilares en los que se fundamenta nuestra fe cristiana: su pasión, su muerte y su resurrección. Porque, como dice el Apóstol Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe y vana también nuestra predicación”.

Ahora bien, esta conmemoración anual de la Semana Santa puede hacerse como un paseo por un museo de antigüedades, una memoria y lamento por acontecimientos injustos ocurridos en la persona de Jesús de Nazaret, sin que impliquen, afecten o transformen nuestro presente. 

Pero hay una manera auténtica de conmemorar la pasión, muerte y resurrección del Nazareno y, más que eso, de hacer hoy válido y vigente todo su proyecto de vida, que consiste en hacer memoria de lo sucedido en el pasado en la persona de Jesús, pero – al mismo tiempo y bajo esa luz -revisar, interpelar, cuestionar y renovar todo nuestro presente, en el empeño de construir un mejor futuro. 

El pórtico de la Semana Santa es el Domingo de Ramos. La conmemoración de la entrada de Jesús a Jerusalén y la lectura del drama de la pasión y muerte de Jesús constituyen un anticipo de lo que conmemoramos días después en el Triduo Pascual: la pasión y condena del inocente, su muerte con la que refrenda un estilo de vida que Él mismo vive y predica como sinónimo de felicidad que consiste en dar la vida por los que amamos sin cuidarla egoístamente porque “el que guarda su vida la pierde, pero el que entrega y gasta su vida por el evangelio la salva y gana para la eternidad…” y la resurrección, con la que Dios-Padre convalida todo la vida y obra de Jesús de Nazaret como “el camino, la verdad y la vida” que Dios quiere y sugiere, en Jesús, para todo hombre y mujer de buena voluntad.

Toda la vida de Jesús, especialmente en la liturgia católica de la Semana Santa, se nos propone como un modelo de humanidad, como la vocación primera a la que hemos de aspirar todos los que nos reconocemos criaturas e hijos de Dios-Padre en Jesucristo; pues “el misterio que es el hombre se esclarece en el misterio del verbo encarnado: Jesucristo”. (GS 22)

Así, hoy como ayer, las esperanzas, el dolor, el sufrimiento y el mal que todo hombre experimenta en la tarea cotidiana de ser hombre y mujer, queda – especialmente en la Semana Santa y concretamente en Jueves y Viernes Santo – iluminada por el dolor y  los padecimientos del de Nazaret quien, confiadamente, pone su vida y destino en las manos del Padre (“…pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” ); al mismo tiempo que la Vigilia Pascual ilumina nuestra sed de infinitud, nuestra esperanza, nuestro anhelo de trascendencia, nuestros sueños de vida plena, nuestras proyecciones respecto de un futuro que no se agota en el aquí y ahora de esta historia espacio-temporal.


En un mundo de incoherencias entre lo que se dice y lo que se hace desentona y llama la atención, hasta hoy, dividiendo la historia en dos partes, la figura de Jesús de Nazaret, quien con total autoridad, con absoluta transparencia y congruencia entre lo que vivió y predicó, con hechos y con palabras, entre lo que anunció y denunció, afrontó hasta las últimas consecuencias su muerte en cruz.

La Resurrección, confesión de fe sobre el triunfo de la vida sobre la muerte en Jesús, es – al mismo tiempo – confesión en que en el destino último y definitivo del hombre no triunfa la muerte sino la vida, no triunfa la desesperanza sino la esperanza, no triunfa el mal sino la bondad misericordiosa de Dios. 

Pero esta confesión de fe nos empuja y compromete a construir con nuestros hechos y palabras, con todas nuestras actitudes y comportamientos espacios de vida abundante en el aquí y ahora de nuestra historia. La vida plena que esperamos en el más allá comienza en el más acá de nuestras esperas cotidianas. El cielo nuevo ha de empezar por una tierra nueva, en una nueva sociedad de hombres y mujeres nuevos, con un nuevo modo de relacionarnos fraternal, justa y solidariamente.

Todos los acontecimientos sucedidos en la persona de Jesús se repiten hoy y esclarecen la vida de los que son capaces de lavar los pies a sus hermanos y de construir fraternidad partiendo y compartiendo el pan. Porque aquel jueves y viernes de hace dos mil años se prolongan y actualizan hoy en los sufrimientos de los que se comprometen cargando la cruz propia y ajena y en la vida de los cirineos y verónicas que alivianan la vida de los otros. Porque las caídas de Jesús, camino al Calvario, esclarecen nuestras caídas y porque, su desnudez, ilumina la vida de los millones de despojados de mil maneras en el mundo.

Hoy, aunque nos hemos acostumbrado a mil formas de padecimientos, de violencias, de injusticias y de muerte, estamos llamados a construir un mundo en el que la perfección del hombre se encuentre en el mandamiento nuevo del amor, según los ideales, valores y criterios del evangelio de Jesucristo en el que creemos y profesamos los que nos llamamos “cristianos” y “católicos”.

Mario J. Paredes es miembro de del Consejo General Directivo de la Academia Latinoamericana de Lideres Católicos