El junco de Dios

Hemos de dejar que Cristo crezca en nosotros como lo hizo en María

Caryll Houselander (1901-1954) fue una artista británica con una fina sensibilidad para las honduras del alma humana. Una existencia marcada por el sufrimiento, pero que no apagó su sentido sobrenatural de la vida ni el buen humor que se puede rastrear en el libro El junco de Dios (Rialp, 2023), una meditación en torno a la vida de Santa María. Empieza con el Hágase en mi según tu Palabra, inicio de la gestación y tiempo de espera de la Madre Virgen hasta el Nacimiento del Niño en Belén: “Solo hay una cura para el miedo: la confianza en Dios. Por eso, el comienzo de la formación de Cristo en nosotros requiere hacer resonar en nosotros el fiat (hágase) de María, que es un rendirse, un dejarlo todo en las manos de Dios”. Se dice fácil afirmar que estamos en las manos de Dios, lo crucial es vivir sabiendo que estamos en sus manos. Este fue el primer mensaje transmitido por San Juan Pablo II al inicio de su Pontificado: “no tengáis miedo”. Una valentía que tiene su fuente en la Madre de Dios.

Nueve meses de gestación, espera alegre, no exenta de contrariedades. “Hemos de dejar que Cristo crezca en nosotros como lo hizo en María. Y hemos de ser conscientes de que todo aquello que crece en silencio en nosotros es Cristo que crece. Hemos de dejar que los pensamientos, las palabras y las canciones crezcan despacio y se desarrollen en nosotros en la oscuridad. Hay cosas que rechazan ser violentadas por la prisa. Requieren al menos su tiempo propio de crecimiento”. La paciencia tiene mucho de regalo divino y es un buen remedio para la ansiedad, la prisa y el vértigo. Todo a su tiempo, con la actitud propia del jardinero quien prepara el terreno, siembra la semilla y espera el crecimiento de la planta, su floración y sus frutos. Saber atesorar en la mente y en el corazón las palabras, las vivencias, los borradores de ideas para que en su momento afloren la luz, la inspiración, el arrepentimiento, el propósito, las alegrías, las lágrimas.

La cercanía de la Navidad -aun con sus excesos comerciales- pone de manifiesto la nostalgia de Dios y de vida sobrenatural que los seres humanos buscamos. Corremos, compramos, gastamos. Incluso, se puede desdibujar que esa gran alegría del 25 de diciembre es por el nacimiento del Hijo de Dios, del Niño Dios. Pero cuando llega la Noche Buena, cesan las correrías y se instala la alegría de estar con los nuestros: es el tiempo de la familia, participación en la vida de la Sagrada Familia.


El Amor se hace Niño y reverdece en cada uno de nosotros el amor. Dice nuestra autora: “la mayoría de la gente conoce la auténtica maravilla que supone enamorarse. Cómo no solo se renueva todo lo que cabe en el cielo y la tierra, sino que también se hace nuevo el amante mismo. Literalmente es como la savia que, subiendo por el árbol, genera nuevos brotes de vida. La capacidad de alegría se duplica, la percepción de la belleza se agudiza, el poder de hacer y disfrutar del trabajo creativo se incrementa sin medida. El corazón se ensancha, hay una mayor simpatía, más calor que antes”. Un amor a flor de piel en la Navidad y, asimismo, un amor para todas las estaciones del año, también para los inviernos del alma. Un corazón enamorado, dice Houselander, “verá el mundo con asombro y reverencia, será consciente de que las privaciones, el dolor y el cansancio del cuerpo son oración, pero que también están los placeres y trabajos del cuerpo. Cuerpo y alma juntos dan gloria a Dios. Cuanto más aguda sea la capacidad de sufrir y alegrarse, mayor la santidad”. Alegrías, dolores componen el claroscuro de la biografía humana.

Cristo en el Belén, Cristo en la Cruz, Cristo Resucitado y su Madre Santísima al lado suyo en la humildad del pesebre, en el camino de la Pasión y en la Gloria de su Hijo.

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