La inteligencia espiritual y la vida familiar

Encontrarle sentido a una vida desplegada en lo cotidiano es una tarea que la inteligencia espiritual puede cumplir a cabalidad

Con la inteligencia espiritual la persona no se queda en el conocimiento de las cosas, en su funcionamiento, ni medita o despeja las incógnitas de su composición. Con la inteligencia espiritual se descubre el valor de la vida como don y como proyecto que va desplegándose en los diversos ambientes en que se desenvuelve. Descubrir el valor de la propia red vital es una suerte de prerrequisito para dotarla de sentido. Si una particular existencia es movida por un significado, por un por qué, las relaciones interpersonales y territoriales que establezca participaran y en cierto modo, matizaran o incrementarán –confirmando – el sentido que la anima.

El descubrir el sentido no configura una vida en que lo idílico, lo majestuoso y lo intenso sean sus características, tampoco se expande a saltos ni es compelida a llevar a cabo acciones épicas o deslumbrantes. Más bien, su curso natural se acompasa con cadencia de los días, de lo habitual y de lo ordinario. Se desenvuelve al estilo de una buganvilla que crece lento y gradualmente, fijada a unas guías se dilata cubriendo y embelleciendo un área determinada. La persona – por su parte – es orientada por la temporalidad, la territorialidad y su condición de necesitada.

La temporalidad predica no solamente que el hombre nace y muere, sino que se desarrolla en y con el tiempo. No puede actualizar el pasado, puede pensarse siendo en el futuro, pero su realización se fragua en el presente. Las manifestaciones humanas más sublimes se muestran propiamente en instantes. ¿Una sonrisa es fugaz? Si se congelara en un rostro ¿diría lo mismo? Un gesto es efímero, su mensaje se vivencia como recuerdo que puede traerse al presente; también puede pensarse como una promesa. El tiempo para un adulto es secuencial. En cambio, un niño no lo mide. Lo valora y disfruta con tal intensidad que pareciera que es capaz de apoderarse de los intervalos que puedan existir entre segundo y segundo. El niño llena el presente. Cuando la madre se abre al presente del niño es posible la intersección temporal y eso ocurre cuando lo tiene entre sus brazos. Es éste el momento en que ambos superan incluso la intensidad y el movimiento del tiempo. La madre le da un beso en la mejilla, para el hijo el beso no solo es un gesto. Es la corona que lo convierte en el centro de sus preocupaciones y alegrías. Para el niño su madre es indivisa. ¡A qué grado llega su intuición que sabe que lo simple es más perfecto que lo que tiene partes! El niño capta perfectamente la esencia de lo que le rodea: su madre es única y a ella se dirige sin cortapisas ni formas que mediaticen su relación radicalmente personal

La territorialidad, el hombre no es un permanente nómade ni se distiende a la intemperie. Es un ser radicado que crece y desarrolla en un espacio, en un ambiente definido y acotado. De hecho, las relaciones, los intercambios interpersonales e intersubjetivos son más intensos, íntimos y capilares en la medida en que en un mismo territorio se convive habitualmente con otros o los encuentros con ellos, se repiten. Las acciones, las operaciones, los gestos y los sentimientos personales se reciben, se acogen en tanto se concretan y expresan en un momento y lugar determinados. El cariño pensado queda en buenas intenciones; el manifestado es correspondido.

Hoy en día – forzando una comparación – el calificativo de turista no es exclusivo para quienes gustan de mudar de paisajes, experimentar de la diversidad cultural franqueando las fronteras de su localidad, región o país. Más bien, se ha convertido en una suerte de comportamiento modal. Tomar las calles, se ha vuelto moneda de uso corriente, no en el sentido de protesta sino como medio de goce, de estar-con otros- de hacer todos lo mismo, pero sin conexión, ni vínculos. Aun así, se prefiere dejarse arrobar por la intensidad, variedad y el frenesí de las ofertas públicas masivas, a quedarse en el hogar, gozando con la belleza de las cosas simples de la vida; de la verdad de la valía de quienes allí habitan; de la bondad de los actos ofrecidos por amor; y, de la unidad encontrada en las costumbres y en los valores que vertebran el proyecto familiar. El aturdimiento quiere desplazar al dialogo, el individualismo intenta denostar la prosapia del “tú” y de la cooperación completaría y solidaria entre las personas, tanto como la indiferencia quiere anular la dignidad de la persona.

El hombre necesita arraigo, volver a sus raíces. Es cierto, que tomar posesión de la calle no indica pertenencia; dice intemperie, desprotección y soledad. Por eso las personas vuelven a casa, que es el único lugar al que se vuelve, – en brillante afirmación de Rafael Alvira – porque es el ambiente en que se guarda las historias personales, se encuentra protección, seguridad y donde la persona recibe y da de modo gratuito, además es el lugar de las pequeñas pero grandes realizaciones para el bien del ser amado.

Por último, el hombre es un ser necesitado de afecto, de alimentos, de protección, de cultura, de pertenencia y de afirmar su identidad.  Necesitado de ternura que lo confirma en su individualidad y lo pone a buen recaudo de la soledad. Descubre que la grandeza del hombre se basa en en su extrema parvedad cuando nace y en apremiante necesidad de ser querido y protegido. La ternura es fundamentalmente olvido de la prisa, es tiempo suspendido, es espera ¿de qué? De que emerja y se manifieste la grandeza interior y peculiar del “otro”, su eclosión plenifica a quien la recibe, por tanto, en retribución, con la caricia se le acoge y trata con infinita delicadeza.


Entre los seres vivos, el hombre es el que más tarde aprende a valerse por sí mismo. Su condición de desvalido, de débil se torna en fortaleza pues durante ese tiempo precioso es tratado y aprende a ser persona. El ser humano es biográfico y cultural desde el comienzo, ya que es inacabado y por tanto, inviable y solo resulta viable existencialmente gracias a la ayuda de otros  ([1])  Es la madre quien primero vierte su humanidad en el hijo. El tiempo efectivo que ella le dedica es notorio y exclusivo. El ser humano necesita ser reconocido como persona y eso se logra sólo en la intimidad. Lo íntimo es lo propio, lo que lo singulariza, lo que en definitiva confiere el sello de irrepetible y peculiar. La intimidad para descubrirse, conocerse y comunicarse recíprocamente requiere de un ambiente en el que exista compresión, se quiera sin reclamar méritos y, se pueda experimentar que se es importante porque percibe sin equívocos – mediante palabras y/o gestos – “que alegría que estés con nosotros” “me regocijo con tu vida y que crezcas entre nosotros”. Ese ámbito es la familia, prosapia de la persona.

Por tanto, encontrarle sentido a una vida desplegada en lo cotidiano es una tarea que la inteligencia espiritual puede cumplir a cabalidad, incoando por la disposición práctica de interrogarse por el sentido de las cosas, desde los estudios en el colegio, la familia de sangre, los amigos del barrio, la enfermedad, las diferencias, las debilidades del otro que afectan, los sueños y esfuerzos.

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[1]  Ballesteros, J, Aparisi A, (ed.) Biotecnología, dignidad y derecho: bases para un dialogo, EUNSA, Pamplona, 2004, pág. 165