La vida es así, y su contribución a la bioética

Si los animales son un don de Dios y si nuestro papel es haber recibido el encargo de cuidarlos, según el relato del Génesis, ¿no pueden ser ellos unos aliados pequeños y humildes que nos ayuden a liberarnos del orgullo que nos ciega y que nos impide armonizar el progreso con el cuidado de la vida?

La vida es así (1942) no está entre las películas más conocidas del director Victor Fleming (1889-1949), al que sin duda se le recuerda mejor por El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939) y sobre todo por Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939-1983) —aunque en este mítico filme le precedieron detrás de la cámara George Cukor (1899 ) y Sam Wood (1883-1949)—. Sin embargo se puede sostener con fundamento que no se trata de una obra menor y no sólo porque estemos ante la adaptación en la pantalla de la primera novela del Premio Nobel de Literatura John Steinbeck, Tortilla Flat de 1945.

Sus méritos van más allá porque Victor Fleming y sus guionistas, John Lee Mahin (1902-1984) y Benjamin Glazer (1887-1956) supieron adaptar el texto original de manera que adquiriese más dosis de ternura y consuelo, en detrimento de ciertas cargas de ironía y amargura, que funcionaban mejor en el texto escrito que en lo que hubiese sido su trasposición literal a la pantalla. Porque lo pretendía la película, desde el rótulo que sucede a las títulos de crédito, era invitar al espectador a visitar un lugar muy singular: “En las colinas de California, a las afueras de la antigua ciudad portuaria de Monterrey, vive un pueblo cordial entre risas y amabilidad: los Paisanos. Ellos y sus antepasados han vivido aquí desde hace cien o doscientos años, en su pequeño mundo aparte conocido como Tortilla Flat.”

Cuando Steinbeck escribe la novela Estados Unidos está atravesando la crisis económica que azotó Estados Unidos —y al mundo occidental— como consecuencia del crack de 1929. Pero a diferencia de su obra maestra The Grapes of Wrath (Las uvas de la ira, 1939) —por cierto, llevada admirablemente a la pantalla por el gran John Ford en 1940— no hay en ella una pretensión de denuncia social. Más bien, en tiempos en los que el sistema económico había mostrado estremecedores signos de quiebra y contradicción, el novelista americano muestra un pueblecito medio mexicano en California, que lleva adelante una vida optimista y jocosa, con muy pocos medios materiales y sobreabundante alegría de vivir. Un ambiente que estaba próximo a la ciudad natal del escritor.

No se trata de vidas ejemplares. Los personajes se encuentran envueltos en la picaresca. El protagonista, Pilón (Spencer Tracy) es un vividor con un amplio dominio de la capacidad para manipular con el lenguaje, que enreda con facilidad a sus amigos, especialmente a Danny Alvarez (John Garfield), al que intenta separar de Dolores Sweets Ramirez (Hedy Lamarr), de la que se ha enamorado.

Pilon, Danny y sus otros amigos viven como vagabundos, opuestos a todo lo que ponga orden a sus vidas, durmiendo al aire libre, y aspirando tan sólo a beber vino y a cantar canciones acompañados por una guitarra. El título de la película en castellano está tomado de una de esas canciones, en la que con buen humor narran sus andanza de cada día con los distintos personajes de Tortilla Flat, terminando cada coplilla con la expresión “la vida es así”, un homenaje cotidiano a la vida sencilla. Al principio de la narración Danny recibe como herencia de su abuelo dos casas. Ello lleva a los hasta ahora sin techo a gozar brevemente del cobijo, pero por su falta de cuidado ambas quedarán reducidas a cenizas.

Pero tanto la novela de Steinbeck como sobre todo la película de Fleming introducen en esas vidas que parecen tan erráticas, auto céntricas e irresponsables, al menos dos acontecimientos de ruptura, que sin duda tienen una lectura interesante desde la bioética.

El primero tiene que ver con el episodio de un joven mexicano al que encuentran con su hijo de pocas semanas en brazos y enfermo, nada menos que cuando una de las casas, la que Danny había alquilado a Pilon y sus amigos, se había consumido en un incendio. Pero eso no les hace encerrarse en el infortunio. Como la esposa del muchacho ha muerto de gripe, él viaja buscando a su madre, la abuela del niño. Pero está sin dinero. Los hasta ahora presentados como vividores se movilizan con eficacia y ponen remedio a la situación. El niño lo que tiene es hambre y la leche de las cabras de Dolores será —sorprendentemente— el alimento adecuado. La cámara de Fleming se detiene en mostrar la hermosura del rostro de la chica dando de comer al bebé, ante la mirada encandilada de todos los amigos, especialmente de Danny. Empujados por Dolores todos se desprenden de sus pocas monedas para ayudar a que el padre con su hijo culmine su trayecto en autobús. Acaba bien lo que en la novela finalizaba de otro modo. El cine clásico estaba casi instintivamente por la vida.


El contenido bioético es claro. Poblaciones pobres y con alegría entienden la vida de los más pequeños como un bien y la obligación de socorrerla como una obligación inexcusable. Cualquier argumento racional que hagamos en defensa de la vida no acabará de tener completa eficacia si no se favorece un tejido social y comunitario que proteja la vida, y no deje a los padres, especialmente a las madres, solas y aisladas, ante la aventura de acompañar a una nueva vida, que siempre emerge superando dificultades.

Segundo apunte. El primer plano de la película nos mostraba un personaje andrajoso rodeado de perritos que le siguen con cariño. Cuarenta minutos después sabremos que se trata de The Pirate (El Pirata, interpretado por Frank Morgan), que también nos presentará a cada animal con su nombre: Enrique, Sir Alex Thompson, Pequeño pajarito, Pelusa y Rodolfo. El Pirata es una persona con discapacidad intelectual, que se dedica a recoger leña en el bosque para venderla. Pilon hace sus cálculos, y, siendo el vendedor de leña un pedigüeño que vive de los restos para alimentarse él y sus mascotas, llega a la conclusión de que el Pirata debe ser rico.

Y le convence que vaya a vivir a la casa de Danny —la única que se tiene en pie, aunque al final de la película también se queme— con todos ellos porque quieren cuidarle como amigo. Pilon va tras su dinero, pero el Pirata se confía a él y a los otros para que lo custodien, en lugar de tenerlo enterrado en el bosque como hasta ahora. Cuando ellos le piden que les deje algo para sus gastos, el personaje singular les confiesa que no puede ser, porque todo lo ahorrado es para cumplir una promesa: comprar un candelabro para la figura de san Francisco en el templo parroquial. Se lo debe porque salvó de la enfermedad a un sexto perrito que tenía, aunque al poco lo atropellara un camón.

De nuevo la novela y la película da un giro, y Pilon y sus amigos cuidan escrupulosamente de la pequeña fortuna para que el Pirata no falle con lo comprometido. Y a uno de ellos que tiene una mala tentación no dudan en apalearlo hasta que devuelve el dinero.

La sencillez franciscana del Pirata resulta conmovedora. El párroco, el Padre Ramón (Henry O’Neill) acepta agradecido su ofrenda y relata su generosidad en su sermón, brevemente interrumpido por la entrada inesperada de los canes, a los que su dueño tiene que sacar de la iglesia, regañándoles. Pero en compensación se los llevará después al bosque, donde les explica lo bonita que ha sido la ceremonia, centrada en la bondad de un santo que hablaba a los animales como hermanos. Y en ese momento, todos ellos miran hacia arriba a dos patas y contemplan una luz en lo alto, como si el Santo de Así los estuviera bendiciendo desde el Cielo.

El contenido bioético quizás algunos no lo vean tan claro. Será más oportuno formularlo como pregunta. Si los animales son un don de Dios y si nuestro papel es haber recibido el encargo de cuidarlos, según el relato del Génesis, ¿no pueden ser ellos unos aliados pequeños y humildes que nos ayuden a liberarnos del orgullo que nos ciega y que nos impide armonizar el progreso con el cuidado de la vida? Una ecología integral como la que nos propone Francisco para el cuidado de la Creación sin duda ayuda a que esta propuesta pueda ser vista con pleno sentido bioético.

José-Alfredo Peris-Cancio. Profesor e investigador en Filosofía y Cine. Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir