Un triste aniversario: 172 pacientes han muerto el último año víctimas de la eutanasia en España

Ahora terminan con la vida de sus pacientes

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La muerte y el proceso que la precede es lo que, hasta la aprobación de la Ley de la Eutanasia en España, se esforzaban en evitar o retrasar, procurando a los pacientes la mejor calidad de vida posible en sus procesos de enfermedad incurable.

Pero desde hace un año, en España, algunos de los que hasta ahora trabajaban por la vida de sus pacientes, ayudándoles a sobrellevar con el menor sufrimiento posible las limitaciones de su enfermedad o vejez, es decir, dignificando sus vidas, han cambiado diametralmente el sentido de su praxis médica: ahora terminan con la vida de sus pacientes.

La profusión de eufemismos, aunque algunos se empeñen en desmentir que lo son, como los de “ayuda médica a morir”, “muerte dulce”, “muerte digna” u otros, ocultan en todo caso aquello que un sanitario nunca debe hacer: terminar con la vida del paciente tratando de justificarse bajo el amparo de posturas compasivas o liberadoras.

Debe insistirse, aunque otros lo nieguen, en que terminar deliberadamente con la vida de un paciente no es un acto médico. Ayudar médicamente a morir, lejos de procurar la muerte del paciente, es procurar el alivio de los síntomas asociados a la enfermedad cuando no es posible curar, limitando su sufrimiento y acompañando al enfermo dándole la ayuda que necesita. Es decir, cuidarle.

El verdadero drama de la muerte de 172 pacientes que, tras la aprobación de la ley de eutanasia han dejado de luchar por la vida, de comunicarse con sus seres queridos, de recibir la atención debida al enfermo, y, en resumen, lo que su dignidad exige: ser tratados con respeto, destreza y eficacia para ser aliviados de sus sufrimientos, es presentado ahora por muchos -basta leer algunos artículos periodísticos- como una dulce liberación de los que sufren y no quieren sufrir, y aquellos que practican la eutanasia, los médicos y sanitarios implicados, pretenden hacernos creer que han liberado a sus pacientes realizando un verdadero acto médico, que, sorprendentemente, consiste en eliminar al enfermo a su cuidado.

 

Muchos parecen preocupados por las cifras estadísticas de estas víctimas del sistema, como cuántas eutanasias se han practicado por comunidades autónomas, por edad, por tipo de enfermo… como si fuera este el dato importante, cuando cada paciente sobre el que se aplica la inyección letal que supone la eutanasia bajo el amparo legal, constituye el verdadero drama.

Y lo es en dos de cada tres solicitantes. Un tercio de ellos muere antes de su aplicación, o se arrepiente y quiere seguir viviendo, o se libra de ella porque quienes se arrogan el derecho de decidir quien vive y quien muere, los autores de la Ley y quienes se ocupan de su aplicación -las Comisiones de Garantía y Evaluación- estiman que en su caso no debe aplicársele.

De este modo parece establecerse una distinción entre las “vidas dignas e indignas de ser vividas”, por utilizar la terminología de la Alemania nazi de los años treinta del siglo pasado cuando comenzó con la aplicación institucional de la eutanasia a través de su tristemente famoso programa Aktion T4, que después fue utilizado en la “solución final” de exterminio de los judíos.


El final de la legalización de la eutanasia, tal como vemos en países con mayor recorrido como Bélgica u Holanda, es la laxitud en su aplicación, donde niños, enfermos mentales, discapacitados o personas cansadas de vivir pueden acceder a ser matados o matarse de forma legal.

El progreso está de parte de la vida. La decadencia de las civilizaciones es el fruto de la cultura homicida, que extermina a sus miembros más débiles. Como afirmaba Jerome Lejeune, la civilización espartana no ha legado nada a la humanidad quizá porque despeñaba a los niños que no parecían aptos para ser soldados, y, con ellos, probablemente estaba matando a sus poetas, artistas, arquitectos o sabios. Aquí lo hacemos con el aborto.

En este año, que sepamos, sigue sin extenderse la atención paliativa de calidad de modo que los pacientes que sufren, están deprimidos, angustiados, solos o desesperados, sean ayudados a lograr una vida digna, con cuidados, con control de sus síntomas, con atención psicológica y espiritual. También sus familias y cuidadores deben recibir esta ayuda de forma que puedan devolver a sus familiares el trato que merecen, en lugar de tratar de deshacerse ellos. Y, como consecuencia de esta dejación, 75.000 enfermos mueren con dolor en España cada año innecesariamente, ante la falta de estos cuidados.

La vida de un atleta o un eminente científico vale lo mismo que la de un paciente con ELA o afectado de demencia. La vida de un anciano o un paciente en fase incurable o terminal de su enfermedad tiene la misma dignidad que cuando rebosaba juventud y salud. Y es esta dignidad la que exige los cuidados debidos. Y matar no es cuidar. Agredir, aunque sea con fármacos, es tratar indignamente a un ser humano. Y lo es también no cuidarlo, abandonarlo en su dolor o su soledad sin los tratamientos o la atención debidos.

Que el matar a enfermos o embriones sea ahora legal, no evita que en ello pueda adivinarse la tragedia de la decadencia de una civilización, aquella que mata a sus miembros más débiles en lugar de cuidarlos.

Julio Tudela

Director Observatorio de Bioética

Instituto Ciencias de la Vida

Universidad Católica de Valencia