El conocimiento del directivo y la actitud ante los bienes materiales

Los méritos personales son muy pocos. Mucho de lo que uno consigue depende más de las oportunidades y de las cualidades que la vida nos ofreció gratuitamente que del esfuerzo, y por tanto, del mérito personal

Como a las personas se les conoce por sus acciones, un modo de auto-reconocerse o conocer a otros es observar su actitud frente a los bienes materiales.  En los niños pequeños lo que observamos frecuentemente es que no quieren compartir su chocolate o sus galletas; que reclaman que se les sirva más de un postre. Y muchas veces, también, esta actitud es la que proyectan personas adultas.

Si se trata de una distribución de utilidades, nadie desea recibir menos favoreciendo con eso a otros; muy pocos están dispuestos a pagar con sus propios recursos un gasto de la empresa, aunque este sea muy pequeño; o la propina que se entrega en un restaurante es pequeña. En esos gestos pequeños, actuamos como si el hecho nos empobreciera significativamente. Por supuesto, no falta quien afirma que una persona solo consigue amasar una fortuna cuando es cuidadoso con el gasto pequeño.

Mi intención no es en ningún momento animar al despilfarro de los recursos, sino intentar que cada uno de nosotros aclaremos si somos los dueños de unos bienes materiales, o si más bien, son los bienes materiales los que nos poseen a nosotros. Solo quien es capaz de disponer de un bien material puede decirse que es señor y dueño de él. Lo mismo pasa con el tiempo: solo quien es capaz de entregar su tiempo a una causa es dueño de su tiempo o de su vida, que es lo mismo.

Hay una historia que leí hace mucho tiempo que puede ayudarnos a tener una idea adecuada de esta gestión de los bienes materiales.  La historia cuenta que había un mendigo que pedía limosna junto a una vía amplía por donde circulaban carruajes con personas importantes. El mendigo estaba al lado de la vía, y repentinamente, vio que un carruaje se desviaba hacia donde él estaba. Su ánimo comenzó a inquietarse mientras miraba fijamente el movimiento del carruaje. Este, cada vez, se acercaba más donde él; y el colmo de su emoción llegó cuando el carruaje se detuvo exactamente delante. Su entusiasmo crecía y crecía, mientras observaba como un librea que iba sentado junto al conductor se bajaba, desplegaba la pequeña escalera y abría la puerta. De un brinco fue corriendo hacia el carruaje mientras que de él descendía un hombre elegantemente vestido. La alegría del mendigo era exuberante: se percibía en sus movimientos, en su sonrisa y en la agilidad con la que se acercaba al extraño personaje.

Pero al llegar al frente de él, el personaje le extendió la mano con la palma hacia arriba, como pidiéndole algo. El desconcierto del mendigo fue tan palpable como su indignación interior: ¿cómo era posible que alguien con esa posición y riqueza le pidiera a él algo?, y precisamente a él, ¡un mendigo que no tenía nada!

El personaje permaneció con la mano extendida con la palma hacia arriba…hasta que él, metió su mano en su pobre bolsa y sacó un grano de trigo. Al depositarlo en la palma del personaje, este cerró su mano, y sin decir nada se dio media vuelta, regresó a su carruaje, subió los pocos peldaños, el librea cerró la puerta y volvió a su posición junto al conductor. Y el carruaje reemprendió su camino dejando cada vez más atrás al mendigo. Mientras el carruaje se alejaba, el mendigo permanecía paralizado,  desconcertado y resentido: ¡cómo era posible que los ricos les quitasen a los mendigos los pocos bienes que tenían!…


Al terminar el día, el mendigo se dirigió a su pobre vivienda. Prendió una vela para iluminar la habitación y sacando la bolsa en la que metía lo conseguido a lo largo del día, volcó el contenido sobre la mesa. Y entonces, sorprendido, descubrió que entre los cachivaches que habían salido de la bolsa, había un granito de trigo, pero de oro, que brillaba deslumbrantemente. Entonces, comprendió lo que le había sucedido, y empezando a llorar, se reprimía no haberle entregado todo lo que llevaba en la bolsa…

Todos los bienes materiales son medios para obtener bienes más grandes. Y entre estos bienes están la alegría de unos niños, la tranquilidad de alguien desconsolado, el crecimiento de unos colaboradores, la generación de oportunidades para quienes antes no las han tenido… Por eso, podemos decir que los bienes materiales están para disponer de ellos; y no que ellos dispongan de nosotros. No tiene sentido que uno se atornille a un carro último modelo; a unos viajes turísticos; a una vida poco productiva consumiendo los recursos que unos padres o unos abuelos trabajadores han conseguido…

En cambio, conviene acudir a apoyar los momentos difíciles de nuestros colaboradores; prepararlos profesionalmente y humana (también en este señorío sobre los bienes materiales); tener un detalle con los que soportan el calor del día en una garita poco amigable; ser generosos con quienes nos atienden en un restaurante o con quien nos limpia el carro o con la persona que nos corta el cabello.

Nuestra vida ha estado marcada por mucha gratuidad y de muchas personas. Esta es una idea que Michael Sandel recoge en su libro La Tiranía del Mérito. Para él, los méritos personales son muy pocos. Mucho de lo que uno consigue depende más de las oportunidades y de las cualidades que la vida nos ofreció gratuitamente que del esfuerzo, y por tanto, del mérito personal…

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