La Muerte de Jesús en la Cruz, prueba de su divinidad

El día 14 de septiembre viene marcado en rojo en el calendario católico, pues celebramos la Fiesta de la EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ.

En este artículo me propongo dejar claro que La Muerte de Jesús en la Cruz es prueba de su divinidad y que Jesucristo nos redimió -nos liberó de la esclavitud del pecado, es decir, del demonio-, sólo por el hecho de que es Dios.

Pido disculpas de antemano porque algunas ideas merecerían ser tratadas de manera más extensa y con mejor argumentación, por su gran profundidad y enorme trascendencia; pero la extensión recomendada para el escrito no da para más. Por otro lado, y por la misma razón, también habrá ideas importantes que se van a quedar en el tintero.

«En el principio Dios creó el cielo y la tierra» [Gn 1, 1]. Con estas solemnes palabras comienza la Biblia. Y el Catecismo de la I. C. precisa: «Dios crea libremente “de la nada” ».

Así pues, Dios creó al hombre; es decir, el ser humano recibió de Dios todo lo que es y lo que pueda llegar a ser; por lo tanto, sólo puede vivir su vida, orientado a Dios. Pero el hombre pretendió liberarse de esa realidad fundamental de su existencia y quiso constituirse como un ser autónomo, independiente, no sometido a su Creador. Ese fue el pecado original que cometieron nuestros primeros padres, el cual les alejó de Dios -a ellos y a todos nosotros, sus descendientes-, con unas consecuencias verdaderamente catastróficas -no podemos detenernos ahora en ellas-.

Pero Dios no quiso abandonar al hombre a su propia ruina, sino que decidió sacarlo de ella, decidió seguir amando al hombre y trazó un plan para redimirnos: la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, se hizo hombre y con la doble Naturaleza divina y humana, asumió la culpa del hombre como propia, y muriendo colgado de una cruz liquidó completamente el pecado del hombre, elevándonos a la condición de hijos de Dios, mediante el Bautismo.

Es muy difícil para nosotros, por no decir imposible, comprender lo que significa el hecho de que Jesús, el Hijo de Dios, esté colgado de una cruz; pero así lo quiso Dios. No obstante, en la medida en que nos esforzamos por vivir como cristianos vamos aprendiendo a amar al Señor y comenzamos a barruntar algo de ese misterio.

La celebración de la EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ es una excelente ocasión para abrir el Evangelio y dejar que resuene en nuestro interior el relato de los hechos que nos ocupan, tal como se cuentan en Mt 27, Mc 15, Lc 23 y Jn 19.

Dios pudo llevar a cabo nuestra redención de otra manera, pero eso no es lo importante para nosotros; lo que verdaderamente nos importa es conocer cómo lo hizo realmente, con todo un despliegue de su magnífica y poderosa generosidad; y a continuación reconocer que no habría podido llevarse a cabo de un modo más eficaz y más oportuno, porque Dios actuó únicamente por amor.

Alguien podría preguntar -dice Romano Guardini, sacerdote y teólogo, en su libro:” EL SEÑOR”, en el capítulo: “LA MUERTE DE JESÚS”:

«¿Qué es lo más seguro, tan seguro que se pueda vivir y morir por ello, tan seguro que todo pueda estar anclado en esa realidad? La respuesta es el amor de Cristo… La vida nos enseña que el fundamento último de todo, no es el hombre, ni aún en sus mejores y más apreciados representantes; no lo es la ciencia, la filosofía, o el arte, ni cualquier otra producción de la creatividad humana. Tampoco lo es la naturaleza, tan llena de mentiras, ni la historia, ni el destino… Ni siquiera lo es, sin más, el propio Dios, pues el pecado ha despertado su cólera; y si no fuera por Jesús, ¿Cómo podríamos saber lo que se puede esperar de Él? Lo seguro, lo realmente seguro es sólo el amor de Cristo. Tampoco podríamos decir que es el amor de Dios, pues, en definitiva, sólo por Cristo sabemos que Dios nos ama.

Sólo por Cristo, sabemos que Dios nos ama, porque perdona nuestro pecado. De hecho, pues, la única seguridad radica en lo que se nos ha revelado en la Cruz: en los sentimientos que de ella dimanan, en la fuerza que palpita en ese corazón. Encierra una gran verdad lo que tantas veces se proclama, aunque de manera inadecuada: el corazón de Jesús es principio y fin de todas las cosas. Y cualquier otra realidad finalmente establecida, en relación con la vida o con la muerte eterna, tiene su único y exclusivo fundamento en la Cruz de Jesucristo.»

“¡Esto es la verdad!”, se nos ocurre que podemos decir, como exclamó sobrecogida Edith Stein -Santa Teresa Benedicta de la Cruz-, al acabar de leer la autobiografía -La Vida- de Santa Teresa de Jesús, lectura que la tuvo absorta por completo durante toda una noche, en casa de unos amigos.

JESUCRISTO ES DIOS Y ES EL ÚNICO QUE NOS SALVA.

La Cruz, son palabras San Juan Pablo II en la locución 1-IV-1980, es el «libro vivo, del que aprendemos definitivamente quiénes somos y cómo debemos actuar. Este libro siempre está abierto ante nosotros»

La fe nos hace ver, y experimentar, que sin sacrificio no hay amor, no hay alegría verdadera, no se purifica el alma, no encontramos a Dios. El camino de la santidad pasa por la Cruz, y todo apostolado se fundamenta en ella.

Y al tercer día, Jesús Resucitó, como estaba anunciado en las Escrituras, y Él mismo había anunciado -la gran prueba de la divinidad de Cristo-. Y surgió la nueva creación, la creación de un hombre nuevo, de unos cielos nuevos, de una tierra nueva.

En la basílica de S. Clemente, visita obligada para todo el que peregrina a Roma, en el centro del mosaico del ábside, está representado un crucifijo; la cruz se representa aquí, no como el terrible instrumento de la Pasión, sino al contrario, como árbol de la vida: de su base surge un brote de hojas de acanto, cuyas ramas crecen exuberantemente, formando espirales, que invaden todo el espacio y proporcionan un bello fondo ornamental a la escena; ciervos, faisanes, palomas, peces y toda suerte de animales y figuras humanas se alojan en la frondosidad de estas ramas que salen de la cruz y se remansan a sus pies, lo cual es un modo muy gráfico de representar la fecundidad del sacrificio de Cristo. De la cruz recibimos todos los frutos, y todos los bienes.


San Ambrosio, obispo de Milán, comentando el salmo 118, dice así: «Cristo, clavado en el árbol de la cruz…, fue atravesado por la lanza y salió sangre y agua, más dulce que todo ungüento, víctima grata a Dios, expandiendo por todo el mundo el perfume de la santificación.»

Refiriéndose a la Santa Misa, que es la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario, afirma S. Josemaría, fundador del Opus Dei, en su homilía “LA EUCARISTÍA, MISTERIO DE FE Y AMOR”: «(…) nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús.»

Es bien conocido que una de las obras de Miguel de Unamuno, es “El Cristo de Velázquez”, obra dividida en cuatro partes, en que analiza la figura de Cristo desde diferentes perspectivas: como símbolo del sacrificio y la redención, reflexión sobre los nombres bíblicos (Cristo hombre-Cruz, Cristo-Dios, entre ellos), significado poético y simbólico de la imagen del Cristo pintado por Velázquez. Transcribo unas pocas ideas:

“Cuando se observa el Cristo de Velázquez, -señala Rafael Narbona (El Cultural, 22-04-2016)- se aprecia en primer lugar al Hombre. No es un simple reo, sino el cordero de Dios que se inmolará para rescatar al ser humano de su finitud.”

Cristo es “el Hombre eterno que nos hará hombres nuevos”.

Unamuno sabe que la resurrección es el signo de una nueva alianza que trasciende el horizonte fijado por las leyes naturales: “Tú, Cristo, con tu muerte has dado / finalidad humana al Universo / y fuiste muerte de la muerte al fin”.

Gracias a Cristo, el hombre puede vivir con esperanza: “¡nuestra roca y nuestro aliento has sido Tú!”.

Para concluir, no podía faltar el recuerdo de la Madre: Stabat Mater.

“Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre:

“— «Mujer, aquí tienes a tu hijo.»

“Después le dice al discípulo:

“—«Aquí tienes a tu madre.»

“Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa.”

(San Juan 19, 25 – 27)

Los Padres de la Iglesia consideran que en Juan estábamos representados todos los miembros de la Iglesia fundada por Cristo. Y por lo tanto, María, su Madre, es también Madre nuestra.

Por todo lo expuesto podemos concluir que el Hombre que murió en la Cruz el primer Viernes Santo de la historia, Jesús, es el Hijo de Dios y también es el Hijo de María, que fue concebido por obra del Espíritu Santo. Y que por esta doble naturaleza, divina y humana, es nuestro Redentor -nos liberó de la esclavitud del pecado, es decir, del demonio-, y nos elevó, mediante el bautismo, a la condición de hijos de Dios.

Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, haznos buenos discípulos de Jesús.

Julio Íñiguez Estremiana. Profesor jubilado de Matemáticas, Física y Religión Católica. Socio y colaborador de la Asociación Enraizados