La paz del alma

Entre la paz y la inquietud, vamos curtiendo el carácter, cuyo temple se acrisola entre risas y lágrimas

(C) Pexels
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Buscamos la paz, deseamos vivir en paz y medimos, en gran parte, la felicidad en términos de paz personal, familiar, social. Es un gran bien gozar de tranquilidad, serenidad, armonía interior, benevolencia con nuestro prójimo y el entorno. Anhelamos la paz, la conseguimos en determinados tramos del camino y no faltan recodos en los que sobrevienen los sustos, contratiempos, dolores, enfermedades, preocupaciones cargados de intranquilidad, sufrimiento. Falta de paz, unas veces nacida en la propia fragilidad; otras veces venidas de fuera: dolor de familiares y amigos, crisis en el entorno nacional o internacional.

Cuando llegan las penas, el miedo, la angustia nos preguntamos el por qué; de ordinario no tenemos respuesta. No basta con respirar hondo ni repetir mantras que actúen mágicamente para volver a recuperar la paz perdida. Los salvavidas terrenos se quedan cortos e, incluso, elevando la mirada al Cielo podríamos preguntarle al Señor dónde está aquella paz que nos dejó como regalo, justamente, ahora que la necesitamos. Esta experiencia de la contrariedad completa el cuadro de la condición humana en su vulnerabilidad y experimentamos en carne propia los versos y los golpes de la vida. En este ir y venir, entre la paz y la inquietud, vamos curtiendo el carácter, cuyo temple se acrisola entre risas y lágrimas.

Son luminosas a este respecto estas palabras de San Juan Pablo II: “¿Dónde pueden los seres humanos buscar la respuesta a las dramáticas preguntas, sobre el dolor, el sufrimiento del inocente y la muerte si no es en el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo?”. Ciertamente, en las encrucijadas difíciles de la existencia humana, me uno al coro de los discípulos del Señor diciéndole: “A dónde iremos, Señor. Tú tienes palabras de vida eterna”. Y nos vamos de frente, con nuestras angustias, al Huerto de los Olivos, en diálogo de tú a Tú para repetir, vocalizando lentamente, la misma oración del Señor: “No se haga mi voluntad sino la tuya”. Sin este sentido trascendente de la vida se está solo, muy solo.


Las virtudes humanas se tornan insuficientes ante el dolor, hay que acudir a las virtudes sobrenaturales de la fe, la esperanza y la caridad. Una fe grande, muy grande -don del Cielo- para tomarse en serio aquella promesa del Señor: “Estoy contigo siempre”. ¿Siempre? ¿Estás conmigo en este hoyo de dolor? Sí, Él está ahí como fuego y como Consolador. En la aventura humana hay logros, carcajadas, tramos felices; también hay sufrimiento, intranquilidad. Un cristiano sabe que ir tras los pasos del Señor es recorrer de su mano los desgarrones de la Pasión. Sabe, asimismo, que ni el dolor ni la muerte tienen la última palabra, pues el camino tiene la alegría del Monte Tabor y la Resurrección, cuyas gotitas de gozo nos endulzan la vida aquí, en medio de los trajines de la vida.

Sufre el paciente y con él sufren parientes y amigos. Cada pequeño acto de cariño, ayuda, conversación, escucha, compañía al sufriente es un alivio para él. Y, como señala San Juan Pablo II “el sufrimiento que santifica a quien padece, también santifica a aquellos que lo ayudan y confortan”. Ante el dolor, el médico hace lo suyo. Los amigos y parientes acompañan con palabras de ánimo y silencio, pues, el dolor sigue siendo un misterio. Unos y otros en lo suyo, ensanchando el corazón en una ecología del cuidado untando, a la vez, el aceite medicinal sobre la herida y el bálsamo de la caridad en el corazón doliente.