La persona como vocación

“La pedagogía que carezca de una respuesta a la pregunta “¿qué es el hombre? no hará sino construir castillos en el aire.” (Edith Stein)

La escuela es más que un lugar de enseñanza de materias que se imparten ordenada y sistemáticamente. En ella, se fundan relaciones que van más allá de la presencia del alumno en el aula y que gracias a la concurrencia repetida se establecen vínculos interpersonales en orden a las propias características, a las necesidades sociales y a las pautas aprendidas en la cultura de cada familia. Las normas, las tradiciones, la convivencia entre pares, el compañerismo y las metas grupales, la amistad, el esfuerzo y el trabajo escolar, los logros y fracasos, etc., expresan, de manera categórica, que en la escuela se recrea la vida misma con todos sus matices. El niño, desde que inicia hasta que concluye su etapa escolar, está en constante proceso de evolución. En él se operan cambios morfológicos y anímicos e intelectuales. Crecer es un dato universal, pero se singulariza en cada persona. Por tanto, el recto quehacer educativo debe afirmar a la persona para asegurar la aportante autenticidad de su pertenencia al “tipo” o a la función de alumno, de lo contrario se convertiría en un mero “instante”, en un proceso general de desenvolvimiento colectivo. Edith Stein advierte de este peligro:

Siempre que se pretenda comprender al individuo exclusivamente desde el tipo, será inevitable mal interpretarlo. Constituirá una peligrosa fractura de la unidad del acto pedagógico que el educador no centrase su atención directamente en el educando, sino que por así decir sus miradas estuviesen en un continuo ir y venir entre él y un esquema general” [[1]]

Se debe ir en pos de comprender al hombre concreto. “La individualidad es consustancial al hombre, y no se habrá comprendido a este último hasta que no se haya captado la primera” [[2]] El quehacer del docente cuenta con el respaldo teórico de las ciencias nomotéticas —que buscan la ley universal en tanto estudian al individuo como ejemplar— y de las ideográficas —que describen hechos particulares o singulares; no obstante, “la multiplicidad de conceptos puede hacer cada vez más estrecho el cerco en torno a la individualidad, pero nunca permitirá captarla por completo” (Stein, E.) Ese modo de ser tan propio de cada sujeto se revela y se acoge en el trato personal, en la escucha atenta, en el reconocimiento de su individualidad mediante la empatía.

La persona es vocación, es un quién orientado y, en movimiento hacia el futuro; con pretensiones y llamado a cumplir una misión. La vida humana es un proyecto que se va resolviendo en el tiempo, donde el futuro se impone como un deber que se debe construir: “pero la condición es que en él yo sea mejor. Si no, caemos en la utopía. He de ser yo quien lo alcance”[3]. En efecto, el futuro es una tarea que demanda esfuerzo para ir en pos de su conquista. Al presente queremos retenerlo, más cuando creemos tenerlo en las manos, se evapora; quizás porque no lo hemos apuntalado con firmes pilares. En ocasiones, apremia tanto el presente que olvidamos que es solo una estación en el viaje de la vida. En el crecimiento de la persona no se dan saltos hacia atrás: inversión de tiempo, proceso, gradualidad, son como puntas de una misma estrella. El hombre escribe su historia cada día, pero cada día contiene sus propios retos. De ahí la importancia de proponerse metas, proyectos, de trazarse objetivos que uno mismo sea capaz de lograr y de autodeterminarse hacia su consecución. La persona es capaz darse cuenta de que ha elegido acertadamente y, reconocer cuando ha marrado por no haber puesto los medios necesarios.

El hombre no es grupo, aunque viva en comunidad, ni pura soledad, aunque vivencie intensamente su propio “Yo”. El hombre tampoco es un animal, aunque lo presionen los instintos y al igual que aquel reacciona con la fuerza cuando su vida corre peligro. Busca la quietud y el sosiego con la misma intensidad con que los pierde a instancias de del amor. Huye de la fatiga, más en la acción revela su condición de perfeccionador. Se deja arrobar por el destello de unas luces de bengala y olvida que su espíritu se expande al calor de los rayos solares.

En el ser humano conviven misteriosamente potencialidades y deficiencias. Quiere, busca, sueña, pero el cansancio, la debilidad y la pereza lo desvían de sus objetivos. Cuando camina, levanta polvo. Sin embargo, junto con esta realidad, se abre el vasto horizonte de ser cada vez mejor, de poder transitar constantemente por el sendero de la perfección. En la posibilidad de poder revisar, corregir y enmendar para ir a más, radica el optimismo de la persona.

La capacidad de crecimiento de la persona es irrestricta: se expresa en el tiempo, es gradual y proporcional a la naturaleza recibida. Para poder comprender el significado de “gradual”, es bueno tomar en cuenta lo siguiente:

  • La dotación natural recibida determina el punto de partida del crecimiento; es decir, la persona tiene un tipo humano constituido por características naturales, como la personalidad, el temperamento, el modo de ser, la familia, la cultura, etc.
  • Las potencias espirituales pueden ser estimuladas con la educación. Lo propio de la inteligencia es el objeto intelectual, cuya tendencia se activa con una enseñanza orientada al aprendizaje y el crecimiento.
  • Lo propio de la voluntad es el Bien, pero es necesario activarla para que “quiera” y se “mantenga” en el deseo de ese bien.
  • La formación de la persona no termina nunca, porque la adquisición de los hábitos y virtudes de la voluntad se alcanza con la repetición intencional y constante, de hábitos y porque el querer es un acto libre en el que va implicado el compromiso de continuidad.

Los actos de la voluntad, en tanto corresponden a un “yo quiero”, perfeccionan más a la persona que los de la inteligencia: mediante la razón se conocen los fines, pero la virtud permite mejorar constantemente lo que somos. Si cada persona libremente decide cuánto y por qué crecer, entonces, se torna en pura función educativa la de iluminar y ayudar al educando a que descubra el sentido de disponer su crecimiento en beneficio de los otros y de la sociedad.


La persona se manifiesta en y con su obrar, pero no es lo que hace; es siempre más. Ese “más” no solamente marca la distinción entre el autor y su obra, sino que propone dos líneas de crecimiento en el ser humano: a) en cuanto a su naturaleza como centro de sus operaciones; y b) en cuanto a la intencionalidad y destino de sus actos. La primera línea implica el perfeccionamiento de lo recibido naturalmente: la inteligencia mediante la adquisición de hábitos intelectuales y la voluntad a través de la adquisición de hábitos y virtudes morales. En cambio, la segunda línea acepta que una virtud, talento o perfección, quede incorporada a la naturaleza. Estas solo podrán redundar en la optimización de la persona si tiene un sentido y una finalidad, si se dispone para crecer en el acto de amor personal de la donación a otro “Yo».

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[1] Stein, Edith, Escritos antropológicos y pedagógicos, Tomo IV, Ed. Monte Carmelo, Burgos, 2003, pp. 580-581

[2] ibídem, p. 585

[3] Yépez, R., Entender el mundo hoy, Madrid: Ed. Rialp, 1993, p. 149.