La verdadera felicidad y santidad pasa por las bienaventuranzas: por Mons. Enrique Díaz

IV Domingo ordinario

Cathopic (C) Fernando Pérez

Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio del próximo, Domingo, 29 de enero de 2023, titulado: “La verdadera felicidad y santidad pasa por las bienaventuranzas”.

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Sofonías 2, 3; 3, 12-13: “Dejaré en medio de ti, un puñado de gente pobre y humilde”

Salmo 145: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”

Corintios 1, 26-31: “Dios ha elegido a los débiles del mundo”

San Mateo 5, 1-12: “Dichosos los pobres de espíritu”

 La última de las bienaventuranzas concluye con un grito de alegría: “Alégrense y salten de contento”, donde Cristo proclama con absoluta certeza dónde encontraremos la felicidad. Pero la premisa nos lleva por caminos contrarios a la propuesta de nuestra sociedad: “Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía”. Y son las mismas palabras que el Papa Francisco toma para presentarnos la santidad: “Gaudete et exultate”. Nada es más iluminador que volver a las palabras de Jesús. Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, cómo ser felices, y lo plasmó en las bienaventuranzas. Son la identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: “¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?”, la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en las bienaventuranzas. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas.

A veces me imagino a Jesús visitando nuestra Iglesia y nuestra sociedad y contemplando las estructuras que hemos creado: viejas, obsoletas, oscuras y arruinadas, que queremos poner al día sólo con remiendos y parches. ¿Qué nos diría Jesús? Me imagino que algo parecido a lo que sugería el Vaticano II con todas sus novedades y que ahora retoma el Papa Francisco: “No necesitamos poner parches, sino construir una Iglesia y una sociedad nueva, abierta, con bases firmes, con mucha luz, donde quepan todos los hermanos…” Y este domingo es uno de esos días que se siente uno cuestionado fuertemente por las palabras de Jesús. Nos presenta sus “bienaventuranzas”. Es decir, su programa para responder a lo más profundo de toda persona humana: el anhelo de felicidad. Pero dista tanto el programa de Jesús de lo que nosotros hemos ido construyendo que, al escuchar sus palabras, seguramente le diríamos que está loco, que eso no es posible, que es una utopía.


¿Utopía el Reino de Dios? Para algunos así parecería y se conforman con proponer moderación de parte de los poderosos y resignación de parte de los pobres, y así utopía se convierte en “un lugar que no es posible alcanzar” pero para Cristo “la utopía”, es el sueño posible por el cual vale la pena entregar la vida. La utopía del Reino responde al sufrimiento de los pobres y va acompañada de signos evidentes de que es posible y vale la pena luchar por ella: las curaciones, el Evangelio a los pobres, las comidas con todos, la acogida a los despreciados por la sociedad. El gran sueño de Jesús se resume en el Sermón del Monte que ahora se inicia con estas exigentes propuestas. Anunciar la utopía de la vida, generando esperanza, justicia y amor, es la primera predicación de Jesús y es la primera exigencia para el cristiano y para su Iglesia.

Hemos escuchado tantas veces las bienaventuranzas que ya no captamos el sentido revolucionario y novedoso que encierran. “Dichosos los pobres de espíritu…” y cada una de ellas nos lleva a poner en juicio todas las estructuras y condicionamientos de un mundo que ha basado su felicidad en el tener y el poder, que todos sus esfuerzos los encamina a fortalecer y alimentar la propia felicidad y se ha desentendido de la miseria de los hermanos. Así han nacido sistemas, imperios, naciones que basan su ser y quehacer en la economía, en las armas, en el bienestar propio aun a costa de la pobreza de los demás. Jesús proclama dichosos a los pobres, los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa del bien. Consideradas por los grandes de este mundo, las bienaventuranzas aparecerán como una aberración, como ocho normas para fracasar en la vida, como un estorbo para el triunfo.

Hay quienes para huir de esta interpretación, las espiritualizan y las ven como un bello ideal que sólo se cumplirá en el cielo. El compromiso personal se diluye en la pasividad de lo imposible y nos condena a seguir en lo mismo. La paz se convierte en no molestar y no ser molestado –¡Como si esto se pudiera!– y si yo logro ser feliz en mi egoísmo, doy gracias a Dios y me olvido de los demás.

Pero ésta no es la actitud ni el comportamiento de Jesús. A nadie imagino más feliz que a Jesús, pero tampoco no conocemos a nadie más encarnado, comprometido y coherente en su opción por los pobres. La vida, ejemplo y conducta de Jesús son la clave para entender las bienaventuranzas. Nadie más pobre que Él, nadie más comprometido con la paz y la justicia, nadie más perseguido, nadie más limpio de corazón y sin embargo ¡nadie más feliz que Él! Quien deja penetrar el texto de las bienaventuranzas en su corazón descubre que son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza, es el auténtico pobre; Él puede decir vengan a Mí que soy manso y humilde de corazón. Es constructor de paz, es Aquel que sufre por amor de Dios. En las bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo y nos llama a entrar en comunión con Él.

Las bienaventuranzas son la norma suprema de conducta para el cristiano y señales que indican el camino de la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo, orientaciones para el seguimiento que afectan a cada discípulo. Solamente quien las practica puede entenderlas en todo su sentido porque suponen una inversión total de los valores que el mundo nos propone. Nosotros nos atamos a seguridades terrenas y visiones egoístas de nuestro bienestar, Cristo nos lanza mucho más allá: construir un reino donde la felicidad se conquista en comunidad, nadie es más feliz que quien hace felices a los demás.

¿Cómo estamos viviendo las bienaventuranzas? Repasemos cada una de ellas, meditémoslas frente a la vida de Jesús y quizás descubramos que debemos cambiar todo nuestro estilo de vida para ser verdaderos cristianos. A veces nos quejamos de que no somos felices. ¿Nos hemos puesto a pensar por qué?

Padre Bueno que nos llamas a la felicidad y en Jesús nos has dejado el mejor ejemplo de alguien plenamente feliz, ilumínanos para descubrir el verdadero camino de felicidad que pasa por el amor y el servicio a los hermanos. Amén.