Redescubrir el alma

El alma no es otra cosa que la capacidad del hombre de relacionarse con la verdad, con el amor eterno

(C) Pexels
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“De hecho, en el Nuevo Testamento no puede encontrarse literal y unitariamente el concepto tradicional de alma” (Joseph Ratzinger). En esta temporada, estudiando el manual de “Escatología” (tratado de las realidades últimas o novísimos), me encontré con esta aseveración del primero teólogo, después cardenal y finalmente Papa, Joseph Ratzinger. Es más, su obra me introdujo en una interesante disputa teológica postconciliar (Concilio Vaticano II, 1962-1965), que estaba en su punto álgido a mediados de los años setenta del siglo XX, sobre la realidad y la existencia del alma. Para un grupo considerable de teólogos alemanes y franceses, parecía un concepto superado, después de hacer una depuración de elementos helénicos -griegos- del cristianismo original -hebreo-. El alma no sería otra cosa que una importación del platonismo dualista en el pensamiento cristiano, del cual se podría prescindir, más incluso, se debería, siempre que uno quisiera ser fiel al cristianismo original y puro.

Debo reconocer que no me esperaba esta ofensiva histórica en contra del alma, que se adelantó cronológicamente al generalizado desprestigio de dicha noción, causado por el pensamiento científico, concretamente, por parte de las neurociencias, que desde los años 90 del siglo XX comenzaron a considerarla un concepto superado, una adherencia religiosa al pensamiento -propia del cristianismo- que se había generalizado durante la Edad Media y ahí habría cobrado legitimidad. Científicos como Francis Crick (“La búsqueda científica del alma. Una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI”, Madrid 1994), Daniel Dennett, Christof Koch, Gerhard Roth, Vilyanur Ramachandran, Thomas Metzinger, Antonio Damasio, etc., la consideraban una reliquia del pasado, algo superado.

Si al frente teológico y científico, se unía el clásico frente filosófico materialista, encabezado por el marxismo militante -también en boga durante los años 70 del siglo XX-, el panorama para el “alma” parece ser desolador: ni filosófica, ni científica, ni teológicamente parecía un concepto estable, seguro, sino que comenzaba a ser descartado como parte del acervo cultural de la humanidad. Como dice el refrán, “nada peor que el fuego amigo”; es decir, que la filosofía materialista, que va de Demócrito a Marx, o los científicos “cientificistas” (no todos los científicos ni filósofos son materialistas, por ejemplo, sir. John Eccles, premio Nobel o el filósofo Markus Gabriel) de matriz materialista, contradijeran el alma, parecía, dentro de todo, algo normal. Se podría aplicar en su conjunto el famoso dicho del Quijote: “ladran Sancho, quiere decir que cabalgamos.” Pero que de la misma teología surgiera el cuestionamiento, es como “para pasarse al enemigo.”


Ahora bien, ¿con todos estos argumentos en contra, ¿sigue siendo válida la noción de “alma”?, ¿ha sido superada o abandonada definitivamente?, ¿no sobra, pues ofrece respuestas a realidades humanas? Es esto lo que pretendemos dilucidar en estas breves líneas. Precisamente por considerarse un elemento fundamental -el alma espiritual inmortal- característico del hombre, que lo distingue de las demás creaturas vivas -que también poseen una alma inmaterial, no espiritual y por tanto no inmortal; no hay cielo de los perros-, y que permite fundamentar el humanismo, los derechos humanos y con ellos la dignidad de la persona, por su trascendencia real frente a todo el universo material. Es decir, sí forma parte del acervo cultural, y por tanto espiritual, de la humanidad, y vale la pena defenderlo -pacíficamente, se entiende- con argumentos en los tres frentes de batalla.

El materialismo filosófico se puede refutar. Parte de una posición poco elegante. O que las cosas han existido desde siempre -lo que no es sostenible científicamente por la ley de la entropía-, o que el universo ha surgido sin razón, simplemente apareció de la nada. Y, además, para el hombre es un supuesto profundamente desesperanzador: ni el universo, ni -consiguientemente- la vida humana tienen sentido. En el ámbito científico no es tan sencillo refutar la neurociencia de corte fisicalista o materialista, porque es un tema abierto. Pero cabe decir que la cuestión no está cerrada, y que suele caer en varios equívocos filosóficos, como por ejemplo, la falacia mereológica, confundir la parte por el todo, confundir también la causa necesaria con la suficiente (sin el cerebro nada se puede hacer, pero el cerebro no lo es todo), o vivir de esperanza -lo que no es una actitud científica sino religiosa- de que en el futuro se podrá descifrar el misterio de la conciencia humana o la percepción de los qualia. Muros contra los que la investigación científica se ha estrellado, sin avanzar prácticamente nada los últimos 30 años. Por último, la vertiente teológica ya está más tranquila en este rubro, un paso importante fue la Escatología de Ratzinger -que invito a su lectura directa- publicada en 1977, y que concluye: “El alma no es otra cosa que la capacidad del hombre de relacionarse con la verdad, con el amor eterno.”