Y ahora ¿qué? Manos a la obra

La vida es tu navío, no tu morada

© Pexels
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Estos días post elecciones parece que no hay más vida que el resultado de las urnas y no es de extrañar. En las redes sociales, especialmente Twitter, los grupos de WhatsApp y Telegram, en esa cena con amigos e incluso en la videollamada por Teams con tu equipo, ha aflorado algún comentario.

¿Es sorprendente el resultado? Mirando las encuestas y lo que se decía en los días previos, pienso que mucho, pero en realidad, creo que es un fiel reflejo de la sociedad en la que vivimos. Ahora, pasado el momento de shock, soy capaz de verlo así. No es tan sorprendente.

Una sociedad fragmentada. Una sociedad en la que las minorías dominan. Una sociedad en la que las dos fuerzas más votadas ni siguiera hablan de valores y principios fundamentales en sus programas y cuando lo hacen, es para denostarlos, lejos de protegerlos…. Una sociedad sin Dios.

Y aquí, precisamente, aquí mismo, es donde radica todo. Hemos dado la espalda a Dios, empeñándonos en sacarle de nuestras cosas, de nuestra vida y así nos va y nos va a ir.

La crisis de estos días, no es electoral o política. La crisis es espiritual. Es mucho más profunda de lo que parece y nos habla de la carencia de trascendencia que como sociedad y como personas individuales tenemos.

España, desde hace mucho, ha dejado de defender y de poner a Dios en el centro. Y lo ha hecho España, porque lo hacen los políticos y sus leyes; y lo hacen estos, porque lo hacen los medios de comunicación y del entretenimiento; y todos ellos lo hacen porque cada uno de nosotros hemos dejado que lo hagan. Quizá, porque también nosotros le hemos dado la espalda, aunque haya sido sin intención. O quizá, solo lo hayamos permitido con nuestra actitud de indiferencia o de comodidad. De mirar de soslayo y no de frente.

España, como el resto del mundo, se ha abandonado al relativismo, al materialismo, al hedonismo, al individualismo… y a todos los ismos posibles, paradójicamente en nombre de una falsa libertad.

Sacamos a Dios porque nos quita la libertad y metemos a nuestro yo que nos hace esclavos de la codicia y de la búsqueda del placer inmediato. Dejamos nuestra vida en manos del cuantas más cosas tengamos mejor, de la comodidad, de la pereza o de lo que “me renta” o “me deja de rentar” – como dicen los más jóvenes- sin más proyección que el ahora mismo.

Hemos dejado que el todo vale, lo que yo siento, o que el buenismo mal entendido, nos gobiernen y todo, curiosamente, por ser más libres…

Hemos dejado de adorar a Dios, nuestro padre y creador, a Aquel que nos ama sobre todas las cosas tal y como somos, para adorar al dinero, al poder, a la comodidad, al qué dirán, a la pose…


Visto así, podríamos pensar que vaya desastre más grande. Y, la verdad, es que lo es. Seamos realistas. La realidad es la que es, pero no podemos ni debemos quedarnos ahí. Nosotros, los católicos, no. La desesperanza nunca será nuestra bandera. La tristeza y el desánimo tampoco.

Nuestra bandera es la de los hijos de Dios que saben que esta vida es para la otra y que la historia la lleva Él.  Nuestra paz y nuestra actitud viene de sabernos amados y redimidos y de que todo es para bien, aunque no lo veamos y entendamos.

Estos resultados lo que deben provocar en nosotros es, todavía más si cabe, el deseo de bien y de justicia. El deseo de trabajar apasionadamente por un mundo mejor, donde los principios más fundamentales sean protegidos y defendidos. Donde se trabaje por el bien común y la solidaridad. Una sociedad más humana donde la verdad, la vida y la familia sean protegidas.

Estos resultados deben hacer que nuestra misión de ser testigos del amor de Dios sea aquello en lo que pensamos cada día al levantarnos. Deben ser un impulso para ponernos en acción si es que estábamos un poco dormidos.  Y es que Dios cuenta con nosotros y es en este tiempo, en esta realidad temporal donde nos quiere.

Y estos resultados, también creo que deben hacernos rezar más. Acudir más a la oración, poniendo a Dios en el centro de nuestra vida, sabiendo que siempre somos escuchados.  Pidámosle fortaleza, valentía y audacia para ser testigos del Evangelio.

Yo, en estos días post elecciones, doy gracias infinitas y me siento todavía más agradecida, si cabe, por el don de la Fe. Por saberme con una vocación y misión. Por saber que mi destino es el cielo y que no voy sola.

Como decía Santa Teresita de Lisieux “La vida es tu navío, no tu morada”.

Marta L. C.