Y después de la JMJ, ¿qué?

Buscar y arriesgar

Hace años, cuando falleció san Juan Pablo II se publicaron diversas editoriales sobre su figura en el periódico del cuál era colaborador.  Junto a mi artículo sobre el llorado Papa, apareció otro, escrito por una persona que se había sentido “manipulada” en su juventud por el Pontífice, había acudido a varios encuentros con los jóvenes de san Juan Pablo II, pero ya estaba “desengañada.” Al reflexionar, con ese triste telón de fondo -indudablemente una posibilidad-, sobre el inmenso éxito de Francisco con los jóvenes en Portugal, volví a plantearme la pregunta: ¿qué había pasado?, ¿por qué, mientras esta persona perdió la fe, yo descubrí mi vocación y la confirmé, siendo que ambos habíamos asistido el mismo encuentro con jóvenes?

En mi interior surgió entonces una respuesta, tomada del magisterio de Francisco: “lo importante son los procesos.” Digamos que una Jornada Mundial de la Juventud es un momento de gracia, en el cual el Sembrador, sirviéndose del Papa, pero también de todos los implicados: voluntarios, anfitriones, participantes, siembra una semilla en cada uno de los jóvenes. Toca, sin embargo, al Espíritu Santo -la gracia de Dios- guiar “el proceso” para que, a su tiempo, dé fruto. Por eso, paradójicamente, resulta más importante rezar por la JMJ después, que antes, para que lo sembrado en corazones juveniles de fruto a su tiempo, de forma que ese encuentro con el Papa sea un punto de partida, para reiniciar, con una nueva perspectiva, su peregrinaje sobre la Tierra.

En Lisboa y Fátima se encontraba reunida la esperanza de la Iglesia, manifestación tangible de que “la Iglesia está viva y es joven” (Benedicto XVI). Pero también se cierne, sobre esa gozosa realidad: el temor de padecer el efecto del “agua de tamarindo” (bebida dulce mexicana, que para saborearse debe agitarse, pero que rápidamente se decanta). Es decir, que sea solo ocasión de “hacer lío” un momento, un poco de “turismo espiritual”, una oportunidad para socializar con católicos de todo el mundo, pero que no deje huella en lo más profundo de los corazones juveniles.

El Papa no es ingenuo, es consciente de ese peligro, y ello se nota particularmente en sus discursos. Pongamos, como ejemplo, el Encuentro con Jóvenes Universitarios, celebrado el 3-VIII-23. Ahí alienta a los universitarios a tener ideales grandes, pero sabiendo que “esto no se puede hacer sin una conversión del corazón y un cambio en la visión antropológica que está en la base de la economía y de la política.” Lo primero, la conversión del corazón. De ahí arrancan los grandes cambios con los que sueña el Papa y nos invita a soñar con él: “Tengan… la valentía de sustituir los miedos por los sueños… ¡no sean administradores de miedos, sino emprendedores de sueños!”


Francisco invita a los universitarios -dentro de los que me incluyo, pues soy profesor universitario- a hacerse cargo de su responsabilidad, pues “conocimiento es poder”, “conocimiento es responsabilidad”, para con nosotros, pero también cara a Dios y a la sociedad. El Papa desea que en el corazón de los universitarios se inicie un “proceso” que sirva de guía y orientación para sus vidas, en otras palabras, que tengan un ideal y estén a la altura del mismo. “Quisiera decirles que hagan creíble la fe a través de las decisiones. Porque si la fe no genera estilos de vida convincentes, no hace fermentar la masa del mundo. No basta con que un cristiano esté convencido, debe ser convincente.”

De este modo, el ideal que arraiga en el corazón se convierte en una forma de vida, en una particular manera de “estar en el mundo”, que resulta coherente, convincente, atractiva. Con este sonido de fondo Francisco exhorta a los jóvenes: “Amigos, permítanme decirles: busquen y arriesguenBuscar y arriesgar: estos son los dos verbos del peregrino.” “No se olviden de mantener viva esa memoria del futuro”; es decir, tengan siempre fija la mirada en la meta, en el ideal, que debe ser magnánimo y grande, acorde con la magnitud de los problemas actuales:  “En este momento histórico los desafíos son enormes, los quejidos dolorosos —estamos viviendo una tercera guerra mundial a pedacitos—, pero abrazamos el riesgo de pensar que no estamos en una agonía, sino en un parto; no en el final, sino al comienzo de un gran espectáculo. Y hace falta coraje para pensar esto. Sean, por tanto, protagonistas de una «nueva coreografía» que coloque en el centro a la persona humana, sean coreógrafos de la danza de la vida.”