Dilema de la Obra

Dilema de la Iglesia

En realidad, debería decir “el dilema de la Iglesia”, dada la profunda división que, tanto a nivel de la jerarquía como del pueblo fiel generó la reciente publicación de “Fiducia supplicans”. Pero voy a ceñirme a la realidad del Opus Dei, que es lo que conozco, lo que me esfuerzo por vivir. Hace unos días publiqué un artículo sobre dicho documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cual a su vez generó mucha polémica: a unos les gustó mucho, a otros les desagradó profundamente. Más allá de las limitaciones de mi texto, pude percibir una profunda crisis espiritual que padecen algunas -pienso que bastantes- personas de la Obra.

Personalmente considero que los fieles del Opus Dei estamos pasando por un proceso difícil. Una especie de «error en el programa», «así no corre el programa». ¿Por qué? Porque la enseñanza de san Josemaría es muy correcta doctrinalmente: son particularmente elocuentes al respecto, sus famosas “Tres Campanadas” que escribió en 1973 y 1974, en el contexto de una grave crisis postconciliar en la Iglesia. Digamos que, en ellas -tres cartas dirigidas a los fieles del Opus Dei-, con una clarividente prudencia de gobierno, ante el caos generalizado “recogió amarras”, clausuró, por así decir, doctrinalmente a la Obra a cal y canto, apoyándose exclusivamente en la doctrina oficial de la Iglesia: santo Tomás de Aquino y el Magisterio eclesiástico. Recientemente, el libro publicado por José Luis González Gullón y John F. Coverdale, “Historia del Opus Dei” reconoce que, si bien en su momento fueron necesarias esas medidas, con el paso del tiempo produjeron cierto estancamiento en la teología elaborada por fieles de la Obra.

Pero la enseñanza y la praxis pastoral de san Josemaría parten de un supuesto: «el Papa es ortodoxo», «el Papa es el garante de la ortodoxia», «la doctrina es recta si, y sólo si, está en línea con el Papa». Pero, ¿y qué pasa si un Papa no es tan «ortodoxo»? ¿Quién define entonces lo que es ortodoxo o no? ¿Es la verdad, descubierta por cada quien, y por lo tanto nuestro propio criterio? ¿O nuestro criterio debe ser dócil y humilde y someterse al magisterio del Papa, aunque nos parezca que doctrinalmente está desbarrando? Creo que el propio san Josemaría, si se encontrara en esta situación, se enfrentaría a un dilema insoluble, ante el que solo cabría callar, rezar y esperar. Cuando escribió sus «Tres Campanadas» se enfrentaba a la dolorosa crisis del postconcilio, donde había una gran confusión y ambigüedad doctrinal en la Iglesia y a altísimo nivel, cardenales incluidos. Pero ahora es el Papa, y así el programa no corre. Y resulta obvio que la doctrina de Francisco, en la práctica, aunque se quiera hacer ver lo contrario, no está en la línea de la de san Josemaría, aunque parte esencial de la de san Josemaría sea seguir al Papa incondicionalmente (y, ¡vaya que Francisco nos ha maltratado!).

Es preciso que se me entienda. Es falso afirmar simple y llanamente que las enseñanzas de san Josemaría y las del Papa Francisco son divergentes e incompatibles. No es así, pues ambos aman profundamente a Cristo, a la Iglesia y a las almas. Por eso, siempre pueden buscarse puntos de conciliación; así, por ejemplo, la frase de san Josemaría “de 100 almas nos interesan 100”, puede verse materializada en “Fiducia supplicans”. Pero -hay un pero- san Josemaría jamás habría buscado la cercanía eclesial con esas personas de esa manera. Las similitudes de fondo, entre Francisco y san Josemaría podrían seguir. Hay una que me llena de gran paz: ambos tienen un profundo amor y una gran confianza en la Virgen. Pero en lo que difieren es en los modos; la meta es la misma, el camino es diferente. San Josemaría está más preocupado por la corrección doctrinal, Francisco por la dimensión pastoral de la Iglesia.


Por mi parte he intentado seguir el criterio del Prelado de la Obra y de su Vicario Auxiliar: apoyar al Papa. De hecho, el Vicario Auxiliar hizo en su momento un llamado de atención a algunos fieles de la Obra que, respetuosamente, cuestionaban la corrección doctrinal del capítulo VIII de Amoris laetitia, como Ettore Gotti Tedeschi o Scott Hahn. Esto me ha supuesto un desafío intelectual. Por ejemplo, al enterarme por las noticias de la publicación de “Fiducia supplicans” y antes de leer el texto, pensaba: «¿por qué no renuncia ya? (san Juan Pablo II murió a los 84 años, casi 85; Benedicto XVI renunció a los 85; Francisco tiene 87 y, regularmente, pide religiosamente la renuncia a los prelados de la Iglesia a los 75), ¿Quién maneja realmente la Iglesia cuando quien la dirige es un señor de 87 años?» Es decir, ante documentos como este, personalmente tengo que realizar un empeño por conseguir “que no me revuelque la ola, sino surfearla». Eso implica, en la práctica, deconstruir algunos modos y formas que aprendí de san Josemaría, para asimilar los de Francisco. Y, la verdad, finalmente le he descubierto el lado bueno al Papa. Al final del día, si lo hago, es por ser fiel a san Josemaría y por seguir las indicaciones de quien ahora lo representa, su Prelado.

Debo confesar que, con frecuencia, las decisiones de gobierno de Francisco me llenan de incertidumbre e inquietud, pero sus escritos de consuelo y esperanza. Ese ha sido el caso de “Fiducia supplicans”. Y sí, por mi parte intento cambiar de «chip», lo que supone reconocer, de hecho, que en la Obra hemos sido quizá durante mucho tiempo algo -¿mucho?- rígidos, y Francisco nos está enseñando a no serlo.

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