Los católicos en la vida pública hoy

Trabajar por el bien común supone respetar la dignidad de la persona

En la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, publicada en 2009, el punto 51, dice:

“La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer valer en público, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la creación que pertenece a todos. Debe proteger sobre toda al hombre contra la destrucción de sí mismo”

Esa frase referida a la ecología, en la que el papa reivindica el derecho de la Iglesia a opinar y dar directrices para abordar los problemas que atañen al hombre, está hoy más de actualidad que nunca; no sólo referida al cuidado del medio ambiente, sino a casi todos los ámbitos de la vida pública: la familia, le educación, la medicina, la economía. El hombre está siendo víctima de sí mismo; se está autodestruyendo

El judaísmo, del que venimos los católicos, fue la primera religión monoteísta que aparece en la historia del hombre. Frente a todos los dioses a los que los hombres más que adorar, temían, Dios se manifiesta al pueblo elegido con amor, con paciencia, con una predilección especial por los más necesitados: las viudas, los huérfanos, los forasteros, de los que se preocupa desde el primer momento

Jesús viene a dar plenitud y a redimirnos del pecado de querer ser como Dios, que cometieron nuestros primeros padres (no hemos aprendido nada desde entonces). Nos redimió en la cruz, pero antes nos marcó a cada uno de nosotros, el camino de la salvación, que no es otro que el camino del amor. Nos dejó su Evangelio: el Evangelio del amor, el Evangelio de los pobres, de los más débiles, de los más necesitados, esos que hoy molestan, que, por todos los medios, incluso con leyes indignas, la sociedad quiere eliminar: los no nacidos, los mayores que ya no rinden y son un “gasto”, los enfermos, los disminuidos.

Desde entonces, la Iglesia, con sus luces y sus sombras, ha venido dando testimonio de este Evangelio, particularmente con la vida de los santos que son su verdadera esencia y los que también nos han ido abriendo camino. En todos ellos ha habido una preocupación y dedicación a los más pobres y se han caracterizado por ese amor que han irradiado, llegando en muchos casos al martirio. Nuestros santos son nuestro mayor patrimonio y nuestro ejemplo en la tierra.

La pobreza a la que se refiere Jesús, no sólo es pobreza física. La antropología cristiana considera al hombre en su doble dimensión: la espiritual y la corporal. La pobreza física afecta a su dimensión corporal pero también existe la pobreza de espíritu, de hecho, la primera bienaventuranza dice:

“Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”

El hombre espiritualmente pobre, se hace pobre también en lo material, ya que no se considera dueño de lo que posee, sino administrador: lo que posee, lo pone al servicio de los demás.

Con toda esta herencia, la Iglesia viene desarrollando desde finales del S. XIX, lo que conocemos como Doctrina social de la Iglesia, bueno, lo que debiéramos conocer, sobre todo los católicos.

Desde León XIII, que publicó la encíclica Rerum novarum en al año 1891, denunciando los problemas sociales que la industrialización había traído, sus sucesores y los obispos han ido actualizándola refiriéndose a los problemas que han ido surgiendo y que, en la mayor parte de los casos ha afectado particularmente a los más pobres de la tierra.

La Doctrina social de la Iglesia se puede considerar el Evangelio aplicado a nuestras realidades temporales

De ella queremos hablar en este artículo.

En la Doctrina social de la Iglesia debemos distinguir su parte permanente que no cambia con el paso de los años, que son los principios en los que se sustenta y los valores y su parte cambiante, en la que los papas analizan los problemas de su tiempo y, a la luz de esos principios y valores nos dan “principios de reflexión”, “criterios de juicio” y “pautas de acción”.

Los principios a los que me refiero son:

– La dignidad de la persona humana. El hombre, considerado en su doble e inseparable dimensión: corporal y espiritual, necesita desarrollarse integralmente para, como decía San Agustín: “Alcanzar su propio fin”.


Hoy nuestra sociedad enferma, ni siquiera permite el desarrollo físico de la persona humana: el aborto, las leyes de género, las drogas, la corrupción de los niños, en muchos casos ya desde el colegio, están atentando directamente contra la dimensión física de la persona

Sin el desarrollo físico, el desarrollo espiritual se hace muy complicado. Si ya en el seno de la madre se le mata, o en el colegio se le adoctrina y pervierte, difícilmente podrá desarrollar esa otra dimensión, la espiritual, que es la que nos va a permitir tener criterio, pensar, analizar, tomar decisiones por nosotros mismos, en dos palabras: ser hombres

La dignidad de la persona es el eje vertebrador de toda la Doctrina social de la Iglesia

– El bien común. Apenas oímos hablar de él; más bien se habla del “Estado del bienestar”, que se refiere, sobre todo, a aspectos materiales.

El bien común podemos definirlo como el conjunto de condiciones: leyes, cultura, economía, distribución de la riqueza, etc. que permiten a la persona humana desarrollarse en plenitud, es su integralidad y orientar su vida para alcanzar “su propio fin”.

Los gobernantes con sus leyes y cada uno de nosotros debemos esforzarnos en trabajar por el bien común. Desde nuestra óptica de cristianos no se entiende el amor a los demás, si no trabajamos por el bien común.

Trabajar por el bien común supone respetar la dignidad de la persona

– El principio de subsidiariedad. El hombre necesita para su desarrollo integral, relacionarse con los demás y constituir asociaciones o corporaciones para facilitar ese desarrollo. El Estado o asociaciones de orden superior no deben interferir en las de orden inferior apropiándose de sus fines, más bien deben promoverlas y, en caso necesario, ayudarlas (subsidiarlas) para que puedan sobrevivir.

El principio de subsidiariedad ayuda a los estados a estructurarse y organizarse de modo óptimo. Claro, exige un alto grado de formación y de grandeza por parte de los gobernantes y personas con responsabilidades sociales que difícilmente hoy podemos encontrar entre la mediocridad que nos gobierna.

El principio de subsidiariedad permite estructuras que facilitan la consecución del bien común y, por tanto, el respeto de la dignidad de las personas

El principio de solidaridad. Más allá de ese acto de generosidad que, ante una situación de catástrofe (hoy las estamos viviendo con mucha frecuencia), somos capaces de realizar para ayudar a las personas que las sufren, la verdadera solidaridad se refiere, como dice San Juan Pablo II, “al empeño firme y decidido de trabajar por el bien común”.

La solidaridad bien entendida es un verdadero acto de amor.

La subsidiaridad, sin solidaridad entre personas y asociaciones, hace que estas se aíslen una de otras, se empobrezcan y acaben por no cumplir su cometido.

Vemos como los principios del bien común, el de subsidiariedad y el de solidaridad se entrelazan y forman una estructura social fuerte y sólida al servicio de la persona humana, ya que se ponen al servicio del principio de la dignidad de la persona que le da sentido a cada uno de ellos.

La Iglesia ha querido darnos este bagaje para que nuestra participación en la vida pública, a la que tenemos derecho y también el deber de hacerlo, sea coherente y de acuerdo al mandato de Jesús

Hoy se nos margina y califica de retrógrados, de apestados y se pretende recluir la religión al ámbito estrictamente privado. Eso no es posible, no debe ser posible. Se nos quiere escondidos y callados porque la Iglesia es el enemigo a batir por las políticas globalistas. Siempre ha sido así desde la Ilustración, aderezada por la masonería.

Europa y, en general el mundo civilizado, debe al cristianismo todo lo que tiene, todo lo que es, ignorarlo supone el suicidio de nuestra civilización. Los fundadores de la Europa que hoy conocemos eran profundamente católicos, algunos de ellos en proceso de beatificación. La Bandera de la Unión Europea la conforman las doce estrellas de la corona de la Virgen. Los gobernantes actuales han traicionado sus orígenes y ahora no encuentran el camino.

Nosotros, como católicos, debemos reivindicar todo lo que el cristianismo ha supuesto para nuestra civilización, para ello debemos tener armas, debemos formarnos para tener criterio que nos permita discernir y actuar, al menos, en nuestro entorno próximo: como una gota que cae en un estanque, la honda que formemos se expandirá.

Javier Espinosa Martínez Voluntario de la Asociación Enraizados