¡No tengáis miedo!

¡Ay de mi si no predicase el Evangelio!

(C) Vatican News
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En 1994 se publicó Cruzando el umbral de la esperanza (Norma, 1994) de Juan Pablo II, una edición a cargo del periodista italiano Vittorio Messori, cuyo contenido son las respuestas del Romano Pontífice a las preguntas elaboradas por Messori. El libro estaba pensado para conmemorar los quince años de su pontificado (1978-1993). Después de muchos años, he vuelto a leer pausadamente el texto. Como era de suponer, encontré en el libro razones de esperanza para estos tiempos que zarandean al mundo y a la barca de la Iglesia, causando perplejidad y desconcierto a más de uno (me incluyo).

En el inicio de su pontificado, Juan Pablo II llenó de entusiasmo a los fieles cristianos exclamando: ¡no tengáis miedo! Una exhortación que hoy mismo cobra singular relevancia. “¿De qué no debemos tener miedo?” De nosotros mismos, de lo que hemos creado y puede escapársenos de las manos. No tener miedo de Dios y atrevernos a invocarlo con la oración que Jesucristo nos enseñó: ¡Padre nuestro que estás en el Cielo! Y continúa diciendo: “¿Por qué no debemos tener miedo? Porque el hombre ha sido redimido por Dios, (…) pues en la Redención se encuentra la más profunda afirmación de aquel «¡No tengáis miedo!»: «¡Dios ha amado al mundo! ¡Lo ha amado tanto que ha entregado a su Hijo unigénito!» (cfr. Juan 3,16). Este Hijo permanece en la historia de la humanidad como el Redentor” (p. 224).

El Dios cristiano no es un Dios lejano, es un Dios con nosotros, cuya Pasión, Muerte y Resurrección vivimos en esta Semana Santa. Un Dios que obra siempre y obra en el mundo. Lo palpamos de un modo más cercano en estos días ya a puertas de celebrarse la Vigilia Pascual. Pero Cristo no deja de hacerse presente, asimismo, en la Eucaristía, en el testimonio de sus santos, en la vida esforzada de tantos cristianos que procuran amar a Dios y al prójimo en sus tareas ordinarias. Un Dios, ciertamente, cuya presencia no deja de tener un tono de misterio, cuando nos enfrentamos a la experiencia del sufrimiento y apelamos a su Misericordia.


Tiempos difíciles para la Iglesia, en unos lugares más que en otros. Los sondeos de opinión y las estadísticas arrojan en algunos casos un debilitamiento de la fe y un decrecer de los fieles. Sin embargo, anota San Juan Pablo II: “No nos podemos detener, pues, en las meras estadísticas. Para Cristo lo importante son las obras de caridad. La Iglesia, a pesar de todas las pérdidas que sufre, no cesa de mirar con esperanza hacia el futuro. Tal esperanza es un signo de la fuerza de Cristo. Y la potencia del Espíritu siempre se mide con el metro de estas palabras apostólicas: «¡Ay de mi si no predicase el Evangelio!» (1 Corintios 9,16). ¿Replegarse? ¿Darse por vencidos y dejarse llevar por los ciclones que quieren arrancar las raíces cristianas de la sociedad? No. Sin dejar de llamar por su nombre el bien y el mal -afirma el Santo Padre- el Evangelio enseña que se puede y se debe ahogar el mal en abundancia de bien (cfr. Romanos 12, 21).

El Evangelio es ciertamente exigente. Es sabido que Cristo, a este respecto, no engañaba nunca a Sus discípulos ni a los que Le escuchaban. Al contrario, los preparaba con verdadera firmeza para todo género de dificultades internas y externas (…) Por tanto, si Él dice: «¡No tengáis miedo!», con toda seguridad no lo dice para paliar de algún modo sus exigencias. Al contrario, con estas palabras confirma toda la verdad del Evangelio y todas las exigencias en él contenidas. Al mismo tiempo, sin embargo, manifiesta que lo que Él exige no supera las posibilidades del hombre. Si el hombre lo acepta con disposición de fe, también encuentra en la gracia, que Dios no permite que le falte, la fuerza necesaria para llevar adelante esas exigencias (p. 227)”.

Iluminadoras y animantes estas palabras de San Juan Pablo II que nos recuerdan que el cristianismo es una religión de la acción de Dios y de la acción del hombre. Dios quiere contar con cada una de sus criaturas para poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas. Cada uno ha de responder libre y responsablemente a esa misión. Responsabilidad personal y social en la que radica la grandeza del ser humano.