800 años de la Orden Franciscana Seglar

Forma de vida evangélica para laicos

Fraternidad La Chinquinquirá de Caracas, Venezuela © Cristian Álvarez

Cristian Álvarez, doctor en Letras y perteneciente a la Orden Franciscana Seglar en la Fraternidad La Chinquinquirá de Caracas, Venezuela, ofrece este artículo cuyo título completo es: “De la predicación a las aves por san Francisco a los 800 años de la Orden Franciscana Seglar, una forma de vida evangélica para los laicos”.

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Una de las imágenes más divulgadas de san Francisco de Asís, o que quizás nos ofrece su identificación más popular al dibujar en cada rostro atento una espontánea sonrisa de simpatía, es la que refiere el milagro del Poverello cuando detiene su camino en el claro de un bosque umbro y comienza una predicación a sus “hermanitos los pájaros”. Así lo leemos textualmente, con ese diminutivo tan cálido, en la versión castellana del capítulo XVI de Las florecillas (Funtes franciscanas, FF 1845-6), una compilación de relatos escrita en la primera mitad del siglo XIV que recoge candorosamente algunos recuerdos de acontecimientos de la existencia histórica de san Francisco. ¿Por qué este curioso episodio de la vida del santo que nos narra la leyenda con su resplandor de maravilla se fija singularmente en una memoria afectiva? Acaso pudiéramos pensar que en aquella extraordinaria homilía fraterna se retrata en un instante la especial armonía que integra de forma fluida los animados personajes diferentes entre sí, el espíritu cultivado en la Palabra y la naturaleza salvaje pero al mismo tiempo cercana, en una atención mutua que es una celebración y una alabanza, como si el suceso insinuara a la vez una promesa posible en la realidad. En su conferencia On Fairy-Stories de 1939, J. R. R. Tolkien apunta que el comunicarse con otros seres, el que podamos hablar con los animales y comprender “mágicamente su propio lenguaje”, constituye uno de nuestros anhelos más íntimos y atávicos, un deseo “tan antiguo como el pecado original”.

Fábulas, cuentos de hadas, cómics, historietas y películas se pueblan así y con toda naturalidad de animalitos que dialogan en nuestro idioma, aun con gestos humanizados, y que nos invitan al viaje aventurero de fantasía para ser testigos de algo extraño y también entrañablemente soñado, como imaginando con acucia los tácitos atisbos o los fragmentos de desconocidos espacios y momentos de los primeros días de la Creación antes de la Caída. El señalamiento de Tolkien no deja de mostrar una interesante perspectiva que puede iluminarnos cuando pensamos y miramos la realidad concreta junto a la factibilidad de deseos, así como en la búsqueda de aspiraciones de armonía plena, más aún cuando en esta oportunidad nos topamos con la narración de un hecho milagroso de san Francisco que es reseñado desde las primeras biografías, como la Vida primera de Tomás de Celano en 1228 (capítulo XXI, 58-59; FF 424-426) y también la Leyenda mayor de san Buenaventura en 1262 (capítulo XII, 1-4; FF 1203-1207). Este último texto, que toma su base de fuentes anteriores, ubica el episodio de la predicación a las aves justo después del esclarecimiento de una faceta de la vocación del santo, del mismo modo como lo encontramos en Las florecillas.

Luego de su conversión y los primeros pasos de su fraternidad minorítica, y en coherencia con su fascinación por la kénosis de Jesús y el actuar consecuente según la lógica de la Encarnación –esa inconmensurable dádiva de Dios Hijo que se entrega a todos los seres humanos para nuestra salvación y vida plena–, Francisco se preguntaba con angustiosa duda de su corazón generoso si debía permanecer dedicado exclusivamente a la contemplación y a la oración y con ello gozarse en la intimidad con el Señor, o más bien salir a compartir los dones de la buena noticia de Jesucristo con todos los hombres y mujeres que encontrara a su paso. Tal vez el fuego de su espíritu luminoso ya intuía que el tesoro incontenible que había decubierto y tanta alegría le daba no podía reservarlo solo para sí, de allí su momentánea perplejidad; quizás ya percibía en convicción íntima aún no verbal la verdad que recoge el antiguo axioma bonum est diffusivum sui, el bien por su propia naturaleza se difunde. Francisco, con la humildad que lo llevaba a no cerrarse en el propio y único parecer, envía entonces a dos compañeros de su fraternidad a consultar su inquietud tanto a Fray Silvestre como a Clara de Asís –su siempre amada “plantita”–, quienes significativamente llevaban una vida contemplativa. Luego de orar y meditar por esta solicitud de Francisco, la respuesta coincidente de ambos fue definitivamente inspirada por el Espíritu Santo: si en verdad deseaba seguir en todo a Jesús, debía salir al mundo a predicar el Evangelio. Así, pues, con el ímpetu de su personalidad que nada posponía, Francisco salió de inmediato a llevar a cabo su misión, y en su entusiasmo, casi al mismo tiempo de comenzar su predicación por los pueblos de Umbría vecinos a Asís, ocurre para el recuerdo futuro la encantadora plática a sus hermanitos los pájaros, como un preludio que anuncia la concreción de la esperanza cierta. Pero continuemos con la histórica caminata evangelizadora de Francisco que se enlaza con estos dos eslabones que nos relatan el discernimiento de la voluntad del Señor y la exhortación a las aves del cielo para que alaben al Creador.


Se cuenta en Las florecillas que en Cannara, aldea situada a unos doce kilómetros al sur de Asís, ocurrió todo un suceso de espontánea y entusiasta manifestación pública: Francisco “predicó con tanto fervor, que todos los del pueblo, hombres y mujeres, querían irse tras él movidos de devoción, abandonando el pueblo”. Pero Francisco no lo permitió y les advirtió, con intuición genial, que ello no era lo que convenía a la vocación que habían escogido inicialmente y para la que estaban llamados, que debían mantener el propio estado seglar de sus vidas buscando así agradar al Señor. “No tengáis prisa –les recomendó–, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas”. Y prosigue el relato: “Entonces le vino la idea de fundar la Orden Tercera para la salvación universal de todos”. También en la Leyenda de los tres compañeros de 1246 (capítulo XIV, 60; FF 1272) se registra el hecho tan especial, pero aun se agrega el convencimiento del logro de una obra mayor al mencionar que “por medio del bienaventurado Francisco, devotísimo de la santa Trinidad, se renueva la Iglesia de Dios a través de tres Órdenes”: la primera de los Hermanos menores, esto es, los franciscanos (1209); la segunda, la de las Damas pobres o Damianitas, fundada por santa Clara de Asís, es decir, las clarisas (1212); y la tercera formada por seglares, conocidos para entonces como los Penitentes de Asís (1221), cuya tradición y herencia llega hasta hoy como la Orden Franciscana Seglar (OFS), que celebra así sus ochocientos años.

No es exagerada ni gratuita la afirmación de los tres compañeros de Francisco sobre una renovación de la Iglesia con la salida del santo de Asís que se sentía llamado a predicar la “penitencia”, que él entendía cabalmente como genuina metanoia, la verdadera conversión del alma para amar de todo corazón a Dios y al prójimo, y rechazar, para decirlo en términos actuales, la humana tendencia egocéntrica que se traduce en las pasiones exacerbadas del poseer y el dominar. En una revisión de la historia medieval de la Iglesia resulta duro comprobar cómo en el orden de las cosas era muy díficil para los hombres y mujeres comunes poder encontrar una vía diáfana que atendiera su sed espiritual y que fuera distinta a la estrechísima y tradicionalmente reconocida como la más válida consistente en la vida consagrada de los clérigos y de los que accedían a monasterios y conventos, o la de que en forma mediatizada se obtenía en aquellos favores e indulgencias que podía sufragar el distante estamento de la nobleza.

Esta situación problemática se torna aún más aguda durante los siglos XII y XIII cuando la economía dejaba de ser principalmente agrícola y florecía la móvil actividad comercial, aparecían nuevos oficios o profesiones que propiciaban la formación de gremios, así como las expresiones diversas en complejidad social de una explosión urbana con tensiones muchas veces dramáticas, pero también con nuevas concepciones sobre derechos y obligaciones de la vida civil. Trabajadores ordinarios que ganaban el pan en su diario trajinar el mundo, hombres y mujeres casados y con hijos, ¿cómo podrían ver una senda luminosa y concreta con la casi inevitable percepción de un como peso insalvable de la condición seglar, esa aparente categoría “inferior” en la jerarquía cristiana, por así decirlo, a la que nunca podrían renunciar? El consejo de santidad presente en el Evangelio (Mateo 5, 48) se tornaba quizás difuso para la mayoría y la salvación cristiana parecía escaparse a los seglares, muchos de los cuales ansiaban con sinceridad una mayor autenticidad existencial y evangélica. Con la propuesta de Francisco que da como fruto la organización de los Penitentes de Asís por fin se dilucida la posibilidad de aceptar una vocación seglar, de ofrecer al Señor el trabajo y la vida matrimonial, de estar en el mundo y vivir el Evangelio en una senda de conversión permanente.

Esta opción renovadora para los seglares con sus características particulares de acuerdo a los tiempos que se extenderá a lo largo de ocho siglos ¿no posee también su reflejo en el oportuno aggiornamento de la Iglesia que nos presentan los documentos del Concilio Vaticano II dedicado a los laicos? En el tercer milenio de nuestra era continuamos en la celebración de la OFS, en un camino de plena vigencia inspirado en el carisma de la verdadera alegría y la esperanza del Poverello.